Mariló


   Mariló se despertó empapada en sudor. No supo si por causa del insoportable calor que hacía dentro de su habitación o si había sido el ruido del avión que acababa de pasar, a baja altura, camino del aeropuerto de Pitilla. Apenas pudo entreabrir los ojos para darse cuenta de que aún no había amanecido. La luz de la luna entraba tímidamente por la ventana entornada de su dormitorio, pero ella echó de menos la presencia de una bocanada de aire que removiera el ambiente sofocante de aquel cuarto del apartamento. Cosa harto difícil, pensó, teniendo en cuenta que en aquella época del año, en San Francisco de la Caleta, Panamá, lo que tocaba era morirse de calor, y a ella se lo habían advertido. Se giró en la cama para mirar el despertador que tenía encima de la mesilla de noche. Sólo eran las tres y cuarenta y nueve minutos de la madrugada. Calculó que le faltaban un par de horas para tener que levantarse a trabajar. Sólo un par de horas, se dijo. Exclamó un lamento y volvió a pegar su cabeza contra la almohada. No sabía si podría volver a conciliar el sueño en aquella olla a presión. Necesitaba dormir para levantarse lo suficientemente despejada para poder afrontar otro día de trabajo en la clínica.
   La sábana con la que se había cubierto al acostarse, reposaba ahora en el suelo. Ya no le estorbaba, pero sí la camiseta corta que le hacía de pijama y que se le había pegado a su cuerpo sudoroso como una segunda piel. Optó por desprenderse de ella. Sólo un tanga blanco cubría su desnudez. Se tumbó boca abajo, en mitad de la cama, y extendió brazos y piernas para que cada poro de su piel quedara expuesto a cualquier asomo de frescor que pudiera colarse por la ventana. No sirvió de nada. Sobre su espalda sólo pudo notar el deslizarse fastidioso de unas gotas de sudor. Mariló empezó a enojarse víctima de aquella situación insoportable. No podía dormir y tenía que hacerlo. Temió que su enojo pudiera convertirse en desesperación y que la desesperación se apoderara de ella hasta el punto de impedirle volver a los brazos de Morfeo, así que, en un acto de extrema lucidez, pensó que lo mejor era tratar de calmarse y alejar sus pensamientos de aquella situación. Necesitaba dormir a toda costa, y dejó volar su imaginación, y se imaginó sentada, al anochecer de un día de agosto, en la terraza de un bar, en la plaza Mayor, en su añorado Madrid, bañada por la fresca brisa del crepúsculo y saciando su calor interior con una fría y espumosa caña de cerveza. “Dormir, Mariló, tienes que dormir, muchacha.”
   Cuando más deseaba la presencia de un soplo de aire fresco en aquella habitación, fue cuando se coló dentro del dormitorio una suave melodía, procedente de algún lugar de aquel patio interior al que miraba la ventana del cuarto de Mariló. Era apenas perceptible, pero ella supo identificarla. Era una balada de Alejandro Sanz. Las inesperadas notas de aquella canción hicieron que su cuerpo se estremeciera, y su piel se erizó por la emoción. Las gotas de sudor que antes resbalaban como lenguas de fuego por su espalda, se convirtieron en gotas de rocío que refrescaban el campo sediento de su piel desnuda. Sintió cómo los surcos que dibujaban aquellas lágrimas sobre sus costados se hicieron, de repente, más apreciables, más intensos, hasta convertirse en tiernas caricias que recorrían toda su espalda. Mariló reconoció enseguida aquella manera tan dulce y varonil de acariciar su piel. Incorporó su cabeza de la almohada y miró al hombre sentado al borde de la cama.
   -Hola, Mariló.
   Ella sonrió.
   -Hola, James. No te esperaba.
   -Lo sé, cariño –respondió él, esbozando una sonrisa. -¿Bailamos?
   -Claro.
   James Dean se puso de pie y le ofreció la mano a Mariló para ayudarla a incorporarse de la cama. Cuando estuvieron frente a frente, ella se abrazó al cuello de James, pegó su cuerpo al del hombre y apoyó su cabeza sobre la cara de él. James Dean la rodeó por la cintura y le dio un tierno beso en el pelo.
   -Estoy empapada, James –le dijo Mariló, mirándole tiernamente a los ojos.
   -Qué importa eso ahora, cariño –dijo él, entornando sus cejas y clavando sus ojos azules en los ojos de Mariló-. Disfrutemos hasta el amanecer.
   Y Mariló se abandonó a los deseos de James, y una noche más, Mariló, volvió a vivir las dos horas más felices que una mujer jamás pueda soñar.

Fin.


© Nicanor García Ordiz, 2010.