Adiós, Marina


Marina se pasó los dedos por la comisura de los labios, para corregir por enésima vez la insumisa línea del carmín. Se acercó más al espejo para poder ver en toda su magnitud el leve deterioro que el paso del tiempo iba dejando en su rostro. Se tocó las diminutas bolsas de debajo de los ojos. Suspiró resignada. Se giró lentamente, contemplando la esbeltez de su silueta reflejada en el cristal. Sonrió. Evidentemente algunas partes de su cuerpo resistían mejor los embates despiadados del tiempo.
Marina se estaba alisando los pliegues de la nueva falda cuando sonó el teléfono. Se apresuró a salir del dormitorio para cogerlo en el salón.
-¿Sí?
Nadie respondió.
-Dígame -insistió.
Una voz joven y quejumbrosa le contestó del otro lado:
-Hola.
-Hola –respondió intrigada, y esperó a que su interlocutor continuara.
-Por favor, señora, le ruego que no me cuelgue y me escuche un instante.
Marina no logró reconocer aquella voz vacilante, casi lastimosa, que le hablaba del otro lado del teléfono, y la curiosidad se instaló en su ánimo.
-¿Quién eres? –preguntó Marina.
El pendiente de la oreja impedía que pudiera acercarse más el auricular, así que optó por quitárselo. No halló respuesta.
-¿Quién eres? -volvió a preguntar inquieta.
-Usted no sabe quien soy… Seguro que no me conoce…
-Ya… Eso creo... Al menos tu voz no me suena de nada.
-Y yo a usted tampoco la conozco...
-Bueno… ¿Y qué quieres?
-Me llamo Luis.
-Bueno, encantada, Luis… ¿Y…?
-Me gustaría que me dedicara un instante, unos minutos…
-Lo siento, no tengo tiempo, majo, así que voy a colgar.
-No lo haga, por favor... Se lo ruego, señora.
Marina no dijo nada, conmovida por el ruego del tal Luis.
-No me cuelgue -siguió el joven-. Se lo pido por favor.
-Dime de una vez que es lo que quieres… O si no…
-No, por favor…
-Está bien. No colgaré. Pero tienes que decirme lo que sea pronto, porque tengo que irme.
Luis hizo una pausa. Después siguió:
-Me estoy muriendo.
-Muy bien. Adiós.
-¡No, no! Por favor, señora… No cuelgue… Se lo ruego...
-Oye, tú estás loco.
-Puede ser… Es posible, pero no me cuelgue, por favor.
-Está bien. Está bien. Dime lo que sea y acabemos de una vez. Tengo prisa.
El silencio se hizo entre los dos.
-No se preocupe… Terminaré pronto, se lo prometo, señora.
Marina se sentó en el sofá, al lado de la mesilla del teléfono. Cruzó las piernas y miró el reloj. Casi las tres de la tarde. Era más pronto de lo que pensaba, pero ya no tenía mucho tiempo para acabar de arreglarse y salir a su cita.
-Mira, Luis… Es cierto que tengo prisa, ¿sabes? No puedo entrete-nerme hablando contigo, así que voy a colgar.
-¿Es usted capaz de negarle este deseo a alguien que se muere?
Aquella pregunta le heló la espina dorsal. Marina se recostó en el sofá. No dijo nada. No sabía qué decir.
La voz del otro lado también calló. Esperaba, sin duda, una respuesta de ella. Y se la dio:
-Oye, Luis. Si estás de guasa, dímelo y no me haga perder más tiempo, de verdad -respondió sin estar segura de si decía lo adecuado. Esperó inquieta la respuesta.
-No estoy bromeando, créame, señora.
Justo lo que ella se temía.
-Bueno… ¿Y qué quieres que yo haga?
-Nada… Sólo escúcheme, por favor.
-Está bien.
-Necesito hablar con alguien… Solamente le robaré un par de minutos… Sólo eso, se lo prometo.
-Ya. Pero te he dicho que tengo prisa, ¿sabes? Es verdad. Me están esperando. Créeme. Es mejor que llames a otra persona -Marina trató de zafarse de aquel compromiso repentino que había adquirido al acceder a escuchar a aquel loco que le hablaba a través del teléfono.
-¿Qué le suponen dos minutos a lo largo de su vida, en comparación con los dos últimos de alguien que le pide ayuda?
Aquellas palabras sonaron lapidarias. El tal Luis no lo sabía pero a Marina las frases tan rotundas la dejaban atónita.
-¿Estás intentando tomarme el pelo, verdad? -Marina trataba de de-fenderse de aquello que consideraba absurdo.
-Sinceramente, no... Le hablo muy en serio.
Sin duda aquello era una locura. Pero, ¿y si no lo fuera? ¿Y si aquel loco del teléfono no estuviera mintiendo? Marina necesitaba tiempo para pensar y eso era precisamente de lo que carecía.
-¿Por qué me dices que te vas a morir? -se le ocurrió preguntar.
-Porque es lo que va a ocurrir.
Esa respuesta no era la que ella esperaba oír. Las preguntas empezaron a agolparse en su cabeza: ¿Y ahora qué, Marina? ¿Qué dirás a eso?
-¿Y yo qué tengo que ver, oye?
La confusión iba creciendo en la mente de Marina y creyó que debía ganar tiempo para poder aclarar sus pensamientos y poder reaccionar adecuadamente ante aquella absurda situación.
-Siento que le haya tocado a usted… Ha sido cosa del azar… Yo no…
-¿Del azar, dices? ¡Mira qué bien, oye! Qué suerte la mía, ¿no crees?
De nuevo se hizo el silencio.
-Bueno -sentenció Marina con resignación. -Veo que no tengo más remedio que aceptarlo. Dime qué tengo que hacer.
Marina trató de transmitir apatía en su tono de voz. Quizás así lograra desalentar a aquel loco.
-No tiene que hacer nada… Sólo permanecer al teléfono.
-Muy bien… Aquí estoy… ¿Y qué?
-Sólo tiene que esperar.
-Oye, en serio, ¿esto va para largo? Es que he quedado, ¿sabes?
-No se preocupe… Ya falta muy poco… Es cuestión de un instante.
-Pero… un instante, ¿para qué?
-Para morirme.
Marina se dio cuenta de que no estaba preparada para aquello. No podía continuar por más tiempo con aquella incertidumbre que se había adueñado de ella. Tenía que tomar una rápida determinación. Si aquel individuo del teléfono era un loco -como realmente parecía- debería seguirle la corriente; pero si -y esto era lo peor- no estaba bromeando, tendría que empezar a preocuparse seriamente.
-Quieres que yo sea testigo de cómo te mueres. ¿No es así?
-Sí.
-Tú estás loco, ¿verdad? -Marina no pudo reprimirse más.
-No. No lo estoy… Créame, señora.
Aquel joven contestó con tal rotundidad que hizo que Marina acumulara más dudas sobre el desenlace que podía tener aquella inusual situación que estaba viviendo. Marina empezó a preocuparse seriamente.
-No me gustaría morirme solo, ¿sabe? –continuó Luis.
Marina volvió a estremecerse. Percibió en aquellas palabras una triste franqueza que la hizo conmoverse.
-No te burles de mí. Te lo pido por favor –dijo Marina, a punto de desfallecer en su ánimo de desenmascarar a aquel hombre y terminar de una vez con aquella pantomima.
-No estoy en condiciones de burlarme de usted.
Era obvio que hablaba en serio, pero ella trató de rebelarse.
-Mira, me parece que voy a colgar.
-Le suplico que no lo haga.
-Te estás quedando conmigo y no me gusta que me tomen el pelo.
-Le prometo que esto no es ninguna broma. Se lo prometo.
Marina creyó percibir un gemido tras las últimas palabras de Luis, pero no quiso bajar la guardia.
Quizás él estuviera fingiendo. Tal vez fuese una estratagema para conmoverla.
-¿Qué es lo que quieres? -preguntó, Marina.
-Escúcheme, por favor…
Volvió el silencio a la conversación.
-Estoy muriéndome -dijo Luis-. Es cierto… Estoy sufriendo los efectos de un veneno que me he tomado para acabar con mi vida… Ya no falta mucho… Créame.
-¡Estás loco!
Luis tosió.
-Escúchame, Luis. Te diré lo que pienso. No quiero que te ofendas, pero creo que estás drogado… -Marina pasó a la ofensiva. Tenía que terminar, de una vez por todas con tamaño despropósito-. Seguro que te acabas de meter algo y tienes un colocón de tres pares de narices, ¿a que sí? Y no se te ha ocurrido otra cosa que coger el teléfono para darle la tarde a cualquier idiota como yo.
Volvió a hacerse el silencio. Sólo se oía la respiración entrecortada de Luis.
-¿A que tengo razón, eh, Luis? -era el golpe definitivo de Marina para desenmascarar a aquel farsante.
La falta de respuesta de Luis puso de manifiesto el triunfo de Marina. Por fin había logrado poner al descubierto el juego de aquel loco. Pocas cosas podían escapar a la inteligente intuición de Marina.
-¿Qué, Luis, no dices nada? -remachó, orgullosa de sí misma-. He descubierto tu juego, ¿verdad?
Luis no respondió.
-¿Sigues ahí?
De sobra sabía que sí. Podía oírle respirar dificultosamente.
-Me muero, señora… Esto es el fin.
La teoría de Marina se derrumbó. La seguridad en sí misma se vino abajo como un castillo de naipes. Ahora era ella la que, entregada a la evidencia, lucharía por controlar la situación.
-¡Óyeme, Luis! ¡No cuelgues! ¿Me oyes? ¡No cuelgues!
-Lo siento señora… Esto es el fin.
-¡Óyeme, Luis! ¡Escúchame!
-La oigo, señora.
-¡No me cuelgues! No me cuelgues. ¿Me oyes?
Marina seguía escuchando la respiración azarosa de aquel loco que se moría al otro lado del teléfono.
-¡Maldito seas, cabrón! ¡Es verdad que te estás muriendo!
-Se lo dije.
La voz de Luis se hacía menos perceptible.
-¿Qué es lo que has tomado?
-Eso ya no importa.
-Escúchame, Luis. Vamos a tranquilizarnos los dos. Vamos a hablar, ¿vale?
-Estoy tranquilo, señora.
-¡No me llames más señora!
-No me grite, por favor.
-Perdóname… Me pones nerviosa, con tanto señora, señora. Me llamo Marina.
-Está bien, Marina.
-Luis, ¿qué es lo que has hecho?
-He tomado veneno.
-¿Sólo eso, eh?
-Sí, sólo eso, Marina.
-¿Por qué, Luis? ¿Por qué has tenido que hacerlo?
-La vida, Marina.
-No me fastidies. Tú debes de ser aún un crío. ¿Qué sabes tú de la vida?
-No soy tan crío.
-Por tu voz lo pareces.
-Tengo veintitrés años. No soy tan crío.
-Eres un mocoso.
Luis tosió.
-¿Cuántos años tienes tú, Marina?
-Eso qué importa.
-A mí me importa… Me gustaría saber cómo es la persona que tengo a mi lado, en la hora de mi muerte.
Otra frase lapidaria que inquietó a Marina.
-¡No digas eso, por Dios!
-Lo siento... Es la verdad.
-¡Cállate y escúchame! Vas a decirme de verdad quién eres y desde dónde me estás llamando. Después voy a colgar y llamaré a alguien que te pueda ayudar, ¿entendido?
-Te lo agradezco, Marina, pero eso no puede ser.
-¿Por qué? ¡Maldita sea! ¡Te estás muriendo! ¡Te mueres, Luis!
-Olvídalo.
-¿Quién eres?
-Soy Luis -respondió con voz entrecortada.
-¿Luis, qué?
Marina lo oyó toser.
-Sólo Luis.
-Está bien… Cómo quieras. Es tu vida y puedes hacer con ella lo que te apetezca, pero ahora me has involucrado a mí en ella y creo que tengo derecho a una explicación.
Luis calló. Estaba tomando tiempo para poder responder.
-Tienes razón, Marina…
La fatiga de Luis era manifiesta. Cada vez le costaba más hablar. Sus silencios eran más prolongados.
-¿Y bien? Estoy esperando, Luis -apremió ella preocupada por la ausencia de voz de él.
-No me has respondido a la pregunta, Marina.
-¡Mierda! ¿Qué pregunta?
-No me has dicho tu edad.
-Está bien… Te responderé… Soy mayor que tú, ¿vale?
-No, no vale.
-Treinta y pico -dijo fastidiada.
-¿De qué es el pico, Marina?
-De cigüeña, simpático.
Luis no dijo nada.
-Tengo treinta y ocho.
Luis tosió.
-¿Qué te has tomado, Luis?
-Eso ya no importa. Lo he tomado y no hay marcha atrás.
Luis sufrió un repentino ataque de tos.
-No juegas limpio conmigo, Luis.
Él no dijo nada.
-¿Sigues ahí, Luis? ¡Responde, por Dios!
-Sí… Te estoy escuchando… Es sólo que…
La tos impidió que siguiera.
-¿Qué te pasa?
-Nada. Me cuesta hablar.
-¡Dios Santo! ¿Por qué me tiene que pasar esto a mí?
-Vamos a dejarlo, Marina.
-¡Ahora que no se te ocurra colgar! Ahora no quiero yo…
Luis no pudo contener la tos convulsiva que volvió a atacarle.
-¿Por qué no bebes un poco de agua? Eso tal vez…
-Ya que más da.
-Me gustaría seguir hablando contigo, ¿sabes?
-¿Es eso cierto?
-Ya ves… ahora soy yo la que quiere oírte a ti.
-De acuerdo… Espera, por favor… Voy a por agua.
Marina oyó el teléfono de Luis posarse en algún sitio y, a continua-ción, las pisadas del joven alejándose.
Mordió los labios, tratando de reprimir las lágrimas. Dejó el auricular sobre la mesilla y salió corriendo en busca de un pañuelo.
Cuando volvió, aún no había regresado Luis. Se descalzó los zapatos de fino tacón que se había puesto para salir. Había olvidado por completo la cita que tenía a las cuatro con su amiga Loli, pero ahora no estaba en situación de preocuparse por ello.
-¿Marina?
-Sí, Luis. Estoy aquí. Fui un instante a buscar un cigarrillo -mintió como excusa, pero pensó que en aquel momento agradecería tener un pitillo que llevarse a la boca.
-¿Tú fumas, Luis?
-No.
-A mí me gustaría dejarlo, ¿sabes? Pero me parece tan difícil…
-Todo es posible… Todo se puede arreglar en esta vida.
-¿Ah, sí? ¿Entonces por qué estás tú así?
Marina obtuvo otra convulsa tos de Luis como respuesta.
-Lo mío es otro cantar -prosiguió él, antes de dar un sorbo al vaso que tenía en la mano.
-¿Qué bebes, Luis?
-Agua.
-¿Sólo agua?
-Sí. No debes preocuparte. De lo otro ya tengo bastante.
-No seas cruel.
-Lo siento… No quería…
De nuevo la tos volvía a interrumpir la conversación.
-¿Estás bien? -se interesó Marina.
-Todo lo bien que puedo estar en esta situación... Gracias por pre-ocuparte por mí, Marina.
-¡No lo puedo soportar! ¡Dime dónde estás!
-Olvídalo, ¿vale? No sigas insistiendo en eso, o colgaré.
-¡Está bien, cuelga!
Marina cerró los ojos, con miedo en el corazón. No quería que Luis colgara.
Le siguió llegando, del otro lado, la respiración irregular y fatigosa de él.
-No quiero hacerlo, Marina. Cuelga tú.
-¡Yo tampoco quiero, idiota! -Marina no pudo contener por más tiempo las lágrimas y explotó entre gemidos-. ¿No ves que no puedo?
Por unos instantes ninguno de los dos habló.
-¿Por qué lloras? -preguntó Luis.
-A ti qué te parece.
-No debes llorar.
-Decirlo es fácil. ¿Qué harías tú, si alguien te llama para decirte que se muere y no puedes hacer nada para evitarlo? ¿Qué harías, eh?
Luis no respondió y continuó ella:
-No es justo lo que estás haciendo contigo y conmigo.
-Está bien, dejémoslo… No tiene remedio... Hablemos de otra cosa, ¿vale?
Marina esperó a secarse las lágrimas con el pañuelo antes de recomponer el ánimo.
-¿De qué quieres que hablemos?
-¿Que tal de ti?
-¿De mí? Te vas a aburrir. ¿Qué quieres saber de mí?
Luis tuvo que tomarse tiempo para seguir.
-¿Estás sola en casa?
-Ahora, sí.
-¿Estás casada?
-Sí.
-¿Tienes hijos, Marina?
-Uno.
-Debes quererle mucho, ¿verdad?
Marina adivinó amargura en la pregunta de Luis, pero sonrió al responder:
-Mucho. Supongo que como cualquier madre a su hijo. ¿Tu madre no te quiere a ti?
Luis no contestó a eso.
-¿Eres feliz, Marina?
Marina se pensó la respuesta antes de decirla.
-No me puedo quejar. ¿Y tú?
-Está claro que no. ¿No crees?
-¿Por qué te estás matando, Luis?
Ahora fue él quien volvió a tomarse tiempo para responder.
-Ya da igual.
-Me gustaría saberlo, ¿sabes? Creo que tengo derecho.
-No estoy seguro de que deba decírtelo.
-¿Por qué no?
-No estoy preparado para contarlo.
-Quisiera saber porqué.
Luis tosió y volvió a beber.
-Yo nunca hablo con nadie de mis cosas.
-Eso no está bien, Luis. No es bueno encerrarse en sí mismo. A la larga acarrea problemas. Hablar siempre ayuda.
Él no dijo nada.
-¿Me oyes? -preguntó ella, preocupada por aquellos silencios tan prolongados de Luis.
-Sí, te oigo.
-Creo que estaría bien que me contaras lo que te pasa.
-No puedo, Marina. Lo siento.
-Inténtalo, por favor.
-No puedo. Créeme.
-Como quieras, pero no creo que valga la pena hacer lo que estás haciendo. ¿O sí?
Luis guardó silencio otra vez.
Marina sabía que la pregunta le estaba haciendo pensar y eso no podía ser malo.
-¿Cómo se llama tu marido, Marina?
-¡Por Dios! ¿Eso qué importa ahora?
-¿No me lo quieres decir?
-Se llama Luis, como tú.
-Vaya coincidencia.
-Ya ves, cosas de la vida.
-Esta vida es una porquería, Marina.
-¿Por qué lo dices?
-Porque sí. Porque no es justa. Nada es justo en esta puñetera vida.
Marina calló. No quiso interrumpir. Creyó que él seguiría hablando, desahogándose, pero también calló. El silencio se instauró entre los dos. Siguió oyendo cómo él sufría en cada bocanada de aire que le arrancaba a la vida.
-¿Marina?
-Sí, Luis.
-Marina. Ha llegado la hora.
-¡No, Luis!
-Debemos dejarlo... He cometido una estupidez al llamarte... Perdona... Estoy cansado…
-¡No, no! ¡Sigue hablándome, Luis! ¡Háblame!
-No puedo.
-Escúchame, Luis. ¿Tienes padres, hermanos, algún familiar?
-Eso qué importa ya.
-¡Sí importa! ¡Dímelo, Luis!
-Tengo padres y hermanos.
La fatiga de Luis crecía a pasos agigantados.
-¿Dónde están?
Luis no respondió y Marina insistió:
-¿Dónde están, Luis? ¡Dímelo!
-Lejos... En el pueblo.
-¿En qué pueblo, Luis?
-No te lo voy a decir… Perdóname.
-Pero, ¿por qué? ¡Te estás muriendo, Luis!
-Dejémoslo.
-¡Escúchame! Ni lo vamos a dejar ni tú te vas a morir, ¿me oyes?
-Agradezco tu interés, pero ya es tarde, Marina.
-Yo no me rindo tan fácilmente, ¿entiendes?
Marina no obtuvo respuesta.
-¿Dónde estás? -preguntó ella.
-En casa.
-¿Vives solo?
-Sí.
-¿Dónde?
-No insistas... No te lo voy a decir.
-¡No seas cabezota!
-No lo seas tú… ¿Por qué te empeñas en querer salvarme?
-¡Por el amor de Dios! ¿No entiendes que vas a morir?
-Lo sé. Quiero que sea así… Yo lo elegí, Marina.
-¡No lo puedo soportar más!
-Me parece que he cometido un error al llamarte… He debido esperar a morirme solo, sin molestar… Hasta esto no he sabido hacer bien. Soy un desastre. ¿Podrás perdonarme, Marina?
Marina calló. La congoja enraizó en su pecho, y como una sanguijuela succionó toda la ternura de su corazón. Sólo podía llorar.
Luis sufrió otro ataque de tos espasmódica.
Una luz de alarma se encendió dentro de Marina.
-¡Luis, Luis! -le llamó, nerviosa.
No obtuvo respuesta.
Volvió a insistir. Hasta que:
-Sí -respondió él.
-¿Cómo te encuentras?
Luis carraspeó para aclarar su desgarrada voz.
-No quiero preocuparte, Marina, pero esto…
-¿Dónde estás, Luis? ¡Dímelo, por favor! -Marina suplicó entre sollozos.
-Tengo que ir a por más agua.
-Escúchame…
Pero Luis se había ido. Marina, sin despegar el auricular de su oído, alargó el brazo que tenía libre para coger un cigarrillo de la pitillera de la mesa. Estaba asustada. Encendió el pitillo. Nunca se había visto sometida a tal tensión. Su vida no había sido, precisamente, un camino de rosas, pero jamás tuvo motivos para estar como ahora, tan negativamente excitada.
Aquel joven, con su actitud irreflexiva, había hurgado muy dentro de su ser y había despertado emociones nuevas, exageradamente contradictorias. Estaba sumida en un estado de nerviosa incertidumbre. Un sentimiento de dolorosa angustia la paralizaba. Se bloqueó su cerebro y sabía que ya sólo reaccionaría ante los estímulos que despertara en ella la voz de Luis. Por eso, cuando escuchó los pasos de él acercándose al teléfono, sus sentidos se pusieron en alerta, sensibilizados para captar cualquier ínfimo detalle que delatara las alteraciones en el estado quebrantado de aquel joven.
-¿Marina?
-Sí, Luis. Sigo aquí.
-¿Estás más tranquila?
-Creo que sí.
Silencio.
-¿Y tú, cómo estás, Luis? -preguntó, Marina, con ternura.
-Creo que me he pasado contigo.
-¿Por qué?
-No creí que esto fuese a ser tan desagradable.
-Debiste pensarlo antes, ¿no crees? Ahora ya no tiene remedio. Me has metido en esto y debemos apechugar los dos con ello.
Un nuevo silencio.
-¿Por qué quieres acabar así, Luis?
-Es lo mejor para mí… Créeme… Ahora lo único que lamento es haberte incluido a ti… No te mereces el disgusto que te estoy dando.
-No es momento de pensar en mí. Debemos pensar en ti. Tienes que salvarte, Luis.
-Dame una sola razón para hacerlo.
El requerimiento de Luis pilló desprevenida a Marina.
-Pues… -no supo qué contestar.
-No te preocupes en responder, no hay respuesta posible.
Luis tosió.
-Tienes toda una vida por delante. No sabes lo bueno que todavía te puede deparar. Eres tan joven…
-Tengo suficiente edad como para saber lo que quiero.
-No estás en tu sano juicio. Si lo estuvieras no habrías hecho esto.
-Por favor, Marina, no quiero hablar más de eso. Lo hecho, hecho está. No tiene solución.
-¡Por Dios, Luis! ¿No entiendes que no puedo consentir que te quites la vida? ¿Que tengo que luchar para evitarlo? ¿Que eres un ser humano como yo y que me conmueve tu sufrimiento? ¿No lo entiendes?
-No quiero tu compasión, Marina. No he llamado para eso.
-¿Para qué has llamado, Luis?
-Sólo quiero compañía. Oír la voz de un semejante que me diga adiós en el último momento.
Marina lloró.
-Eres cruel, Luis.
-Perdona. No quiero herirte.
-Ya es tarde para eso. ¿Crees que podré vivir, desde ahora, con el remordimiento de una muerte sobre mi conciencia?
-Tú no me has matado.
-¡Pero puedo evitar que mueras!
-No estoy seguro.
-¡Déjame intentarlo, por favor, Luis! Te lo ruego por lo que más quieras.
Luis permaneció en silencio. Sólo su respiración discontinua daba fe de su estancia al otro lado.
-¿Marina?
-Sí, Luis.
-Marina, me gustaría saber cómo eres.
-¡Por Dios, Luis!
Volvió a hacerse el silencio.
-Me llamo Marina -continuó ella-, tengo treinta y ocho años, estoy casada con un hombre que se llama como tú, tengo un hijo… Todo esto ya lo sabes… ¿Qué más puedo decirte?
-No me has dicho si eres feliz.
-Te dije que no podía quejarme.
-No es suficiente.
-Lo he pasado mal… Pero ahora…
-¿Ahora es distinto?
-Bueno… Digamos que me va más bien que mal, pero hay de todo. Es inevitable.
Se hizo una nueva pausa. Luis seguía respirando con dificultad. Cuando hablaba lo hacía con palabras entrecortadas por la carraspera y la tos, pero en los últimos instantes parecía que su mal se había estancado, que, al menos, no progresaba. Esto alivió a Marina.
-¿Cómo eres físicamente, Marina?
Marina cayó en la cuenta de que nunca, a lo largo de su vida, había tenido la necesidad de describirse ante nadie y que ahora, que se veía forzada a ello, no sabía por dónde empezar, ni cómo hacerlo.
-No sé…
Luis pareció comprender el titubeo de Marina y decidió ayudarla.
-¿Eres alta?
-No sé… Normal… Debo medir uno setenta…
-¿Y tu pelo? ¿Cómo es tu pelo?
-Soy rubia -Marina contestó con cierto pudor-. Bueno, ahora soy más bien castaña… Con el paso del tiempo se me ha ido oscureciendo.
-¿Lo tienes corto o largo?
-Ni lo uno ni lo otro… Llevo media melena. ¿Y tú?
-También tengo el pelo castaño. Mido algo más que tú, poco más…
-¿Cuanto?
-Uno setenta y cinco.
-¿Y cuerpo Danone?
Marina arrancó con su pregunta una sonrisa a Luis.
-No me puedo quejar. He hecho deporte y me he sabido cuidar un poco.
A Marina le pareció que Luis recuperaba cierto sosiego en la voz.
-¿Qué más quieres saber de mí, Luis? -preguntó ella, más animada.
-¿Sabes que tienes una voz muy dulce?
-Gracias.
Marina se había ruborizado.
-¿Eres tan bonita como tu voz, Marina?
-No lo sé. No debo ser yo quien lo diga, ¿no crees?
-Bueno, pero esas cosas se saben, ¿no?
-No sé… No quiero ser presuntuosa, pero creo que gusto a los hombres.
-Si te pareces a tu voz debes de ser muy hermosa.
-Gracias, Luis. Dime cómo me imaginas tú.
-Creo que eres… -Luis se detuvo.
Uno de aquellos ataques de tos le impidió continuar. Marina palideció. Apretó con toda su fuerza el auricular a su oreja. No quería perderse ningún detalle de lo que le ocurría a Luis. Oyó sus ahogos, sus ansias por respirar, las arcadas nauseabundas que le sobrevenían, la tos lastimera…
-¡Luis! ¡Luis! ¡Contéstame! ¡Ay, Dios mío!
Luis tomó una bocanada de aire y decidió que había llegado el mo-mento de despedirse de ella:
-Adiós, Marina.
Marina advirtió los sollozos que acompañaban las últimas palabras de Luis.
-¡Luis!
-¡Marina!
-¡Luis, por Dios!
-Marina. Tengo miedo.
-¿Dónde vives, Luis?
Luis se ahogaba en sus vómitos.
-¡Luis, contéstame!
Se oyó un golpe del otro lado. El teléfono de Luis había caído al suelo. Marina escuchó con toda su atención. Ya no oyó nada.
-¡Luis! ¡Luis! -insistió repetidas veces.
-¡Luis! -dejó de llamarle y se paró a escuchar. Nada.
Un halo traidor, insospechado, de consternación, inundó a Marina. Lloró desconsoladamente su aflicción, con lágrimas amargas. La impotencia le escocía en el pecho y la congoja le anudó la garganta. Estaba a punto de arrojar la toalla, de colgar el teléfono, cuando creyó oír una voz débil que la nombraba desde el otro lado del aparato.
-Marina.
-¡Luis! ¿Eres tú?
Luis resurgía, robándole un último aliento a la muerte para cumplir su postrer deseo.
-Marina.
-Sí, Luis.
-Dime adiós, Marina.
Marina se tragó las lágrimas y con una ternura estremecedora le dijo:
-Adiós, Luis. Adiós…
Después rompió a llorar. Se había despedido con toda la pena, con todo el dolor que su afligido corazón pudo soportar. Le había dicho adiós a aquel desconocido que había irrumpido en su vida de aquella manera tan extraña, y desde entonces, Marina, ya no volvería a ser la misma.

Fin.

© Nicanor García Ordiz, 2009.