Tu luz de mi Navidad



     

     No puedo evitarlo, y tampoco quiero. A menudo la recuerdo. Hay ocasiones, tal vez demasiadas, en que suelo hablarle para pedirle consejo. Lo hago porque soy débil, porque a menudo me siento desorientada, perdida… Sé que aún cuento con su comprensión cuando tengo necesidad de desahogarme, cuando flaqueo. Y otras veces le hablo para ponerla al día, contándole lo que acontece a mi alrededor y lo que me ocurre. Imagino que le gustará saber estas cosas, saber de mis cosas. Desde la ausencia, continuamente tan cerca, necesito de su saber, como necesito de su eterna complicidad. Quiero que mi felicidad, cuando llega, siempre a cuenta gotas, sea también motivo de su dicha.

     La recuerdo. Con su pelo blanco, brillante, recogido en un moño, tras su cabeza, entre el cuello y la nuca. Su cabeza, que yo solía besar al llegar a casa y que olía tan bien, a colonia de Heno de Pravia. Ella me esperaba sentada en su silla de enea. Delgadita, con su carita afilada apuntando al suelo, en actitud de silenciosa espera, o de eterna reflexión. Nunca la vi encorvada al andar. Al contrario. El cuello siempre erguido, para percibir la vida en su rostro ciego. Por la piel de su cara entraba el mundo en su ser, y por su nariz, y por sus oídos. Las manos eran sus ojos.

     La recuerdo. Sentada en el borde de la cama, rezando antes de acostarse. Nosotras dormíamos en su misma habitación, en otra cama, pero no rezábamos. No era obligatorio. Ella lo hacía en total recogimiento y siseando las oraciones que intuíamos en silencio. Después venía la algarabía antes del sueño.

     -Abuela, cuéntanos un cuento.

     Y el cuento se convertía en más de uno, y en coplillas, y en adivinanzas, y en…

     -A dormir, niñas. Hasta mañana, si Dios quiere.

     -Hasta mañana, abuela.

     La recuerdo. Jugando con nosotras a vestir muñecas, a peinarlas, a ponerles nombres antiguos. Tratando de hacer de nuestra infancia un torrente de luz que ella solo  podía percibir. Siempre nos hacía reír. Le gustaba imitar las voces que escuchaba en la radio y nos tenía al corriente de lo que pasaba en las radionovelas de la tarde, las que emitían cuando nosotras estábamos en la escuela.

     -¿Sabéis lo que le dijo hoy el marqués a Carmencita?

     -¡¿Qué?!

     Y nosotras, sentadas a su lado, en aquellas tardes de pan y chocolate, la escuchábamos, ensimismadas, y ella nos relataba con ricos detalles, el capítulo del día.

     La recuerdo. Llevándonos de la mano a pasear por la ciudad. Siempre con su caminar rápido, sin miedo a la oscuridad de sus ojos; dejándose guiar unida a nosotras por las manos, y nosotras más que seguras con su cálida presencia a nuestra vera. Siempre con ganas de acompañarnos, siempre enseñándonos a vivir, consiguiendo que la felicidad resultara algo fácil.

     -Avisadme cuando lleguemos al escaparate de la mercería.

     Y nos poníamos las tres frente a la gran luna de la tienda de doña Amparo.

     -¿Tiene algo nuevo hoy?

     La recuerdo. Aquellos días de Reyes esperándonos, cuando despuntaba el día, a la puerta del salón donde se agolpaban los regalos. Diciéndonos, como cada año, que no había nada, solo carbón. Nosotras fingíamos decepción y ella reía y nos pedía la contraseña para poder abrir la puerta a la ilusión: un beso, que ella te devolvía multiplicado por no se sabe cuántos más. Como el día antes cuando nos acompañaba a la cabalgata y disfrutaba como una más oyéndonos cómo le describíamos las carrozas con sus luces y colores, y nos besaba, y nos besaba tanto.

     La recuerdo llamándonos a diario a la residencia de la universidad. A las nueve en punto de la noche, porque sabiendo que todo estaba en orden podía dormir tranquila. La recuerdo, en esos sus últimos días, cuando no le apetecía reír y solo estaba a ratos. Aquellos días en los que sus pensamientos se adormecían dentro de su blanca cabeza. Cuando creía que la soledad era el pan de su esperanza y se esforzaba por ofrecernos la ración de sonrisas que era el maná de mi existencia. Y de pronto su sonrisa se tornaba en mueca tensa.

     -¡Abuela!

     -Estoy bien, cariño.

     La recuerdo. En el preludio de su adiós postrero. Su sonrisa, su pelo blanco, sus manos mirando mi cara, acariciando con sus dedos mis ojos queriendo adivinar el tamaño de mi felicidad. Solo encontró lágrimas.

     La recuerdo. Constantemente la recuerdo, pero ahora más. Porque estas fechas no serían lo mismo si ella no me hubiera enseñado a disfrutar de estos soplos de vida que nos regala la Navidad. Porque estas fechas no significarían nada para mí sino la hubiera tenido a ella como abuela.

     Sí, la recuerdo.



     © Nicanor García Ordiz, Navidad 2012.

El beso




Sellando esa pulcra inquietud que me fluye,
dos labios cosidos a mi boca…
Propagan su virus a través de mi infinito.

© Nicanor García Ordiz.

El apeadero (Cuento de Navidad)

"Amantes 106" .-Nicoletta Tomas Caravia-.


No le importó nada que afuera diluviara. No le importó que a la intemperie el viento gélido cortara. Tampoco le importó que fuese noche cerrada ni que aquel apeadero, medio derruido, estuviera a más de dos kilómetro de distancia del lugar habitado más cercano. No le importó nada en absoluto. Él cumplía con su obligación y mandó bajar del tren a la pareja de jóvenes desaliñados que viajaban sin billete. Nada le importó que algunos de los pasajeros del vagón, que aún permanecían despiertos a aquella hora de la madrugada, desaprobaran con la mirada el cometido que estaba llevando a cabo. Él solo cumplía con su deber como revisor de la compañía estatal de ferrocarriles.

—No tenemos dinero, señor —dijo el joven con acento extranjero, mirando fijamente a los ojos enfurruñados del revisor, buscando una pizca de comprensión tras ellos—. Y mi compañera no se encuentra bien. Está enferma. Se lo digo en serio, señor.

El revisor esquivó la mirada del muchacho y se limitó a mostrarles la salida.

—Ése no es mi problema —dijo el hombre, mientras la pareja abandonaba el tren.

—Apiádese usted de nosotros, buen hombre —suplicó a la desesperada el joven, sin obtener respuesta alguna.

—Vamos, Nicolai, déjalo —pidió la muchacha a su compañero.

La joven sabía que ya no había nada que hacer. No era la primera vez que les ocurría. Ya solo les quedaba aceptar lo inevitable y contemplar cómo el tren, igual que un fantasma, se alejaba sin ellos bajo la torrencial lluvia de la inclemente madrugada.

—¿Y ahora qué, Nicolai? —preguntó la chica.

—Cobijémonos bajo la techumbre del apeadero.

Techumbre que apenas se mantenía en pie, al igual que la pared que lo sostenía, y que junto con una desvencijada farola que a ratos alumbraba una mortecina luz amarilla, conformaban aquel desusado y apartado apeadero. 

Los jóvenes se sentaron en el suelo, con la espalda pegada a la enmohecida y desconchada pared. Se miraron fijamente, tan profundamente que parecía que estaban leyéndose la mente el uno al otro a través de los ojos. Nicolai no pudo evitar una mueca de preocupación al observar unas delatoras lágrimas que afloraron en los ojos de su compañera Janja.

—Tengo frío, cariño. Mucho frío —dijo la joven entre las toses que de vez en vez arrancaban de su pecho dolorido y que al salir le escocían como quemaduras.

—Ya lo sé, niña, ya lo sé. ¿Qué puedo hacer?, dime.

—Ya falta poco para que amanezca. Con el día todo será más fácil. Ahora, abrázame, solo abrázame, Nicolai.

Los jóvenes se fundieron en un abrazo casi desesperado, que pronto se convirtió en un nido de besos y caricias de dos seres enamorados. Después ella, agotada por el dolor, el frío y el hambre, se acurrucó contra el cuerpo de Nicolai; apoyó su cabeza sobre el pecho del muchacho y se dejó envolver por los brazos de su amado.

Entre los carraspeos y las toses secas y profundas de ella y las lamentaciones sordas de él y pese al húmedo y lacerante frío de la madrugada, se quedaron dormidos, pegados los dos, y una noche más soñarían con una vida mejor, porque esa era, al menos, la parte más gratificante de sus indigentes y erráticas existencias: el tiempo que dedicaban al sueño.

Soñando lograban evadirse de la vida mísera y de subsistencia que llevaban desde que decidieron abandonarlo todo y embarcarse en una aventura en busca del Dorado. Aquel maravilloso lugar que la hermana mayor de Janja les había descrito en las cartas que les enviaba y donde ella ya había encontrado el paraíso cuando emigró hacía muchos años.

Ahora, en aquel preciso instante, en aquel apeadero, soñaban con una nueva vida, una idílica vida, donde no iban a pasar más penurias como la de aquella noche, penurias como las que venían soportando un día sí y otro también desde siempre.

Soñaban, una noche más, con la vida que ambos habían dibujado en sus fantasías cuando decidieron abandonar a los suyos para emprender una huida hacia un futuro en común lleno de utopías. Soñaban que habían llegado a su destino, lejos de su abominado mundo, a un nuevo lugar muy distinto al que habían conocido hasta entonces, un lugar con gentes distintas, con costumbres distintas, con paisajes distintos. Llevaban tiempo preparándose para ello y ya faltaba muy poco para hacer realidad su sueño.

Después de recorrer medio continente, en autobús, mientras les alcanzó el dinero, después en auto stop y al final de polizones en los trenes, ya tenían su objetivo al alcance de la mano. Solo era cuestión de pasar una noche más al raso. Dormir durante las pocas horas que le quedaban a la maldita madrugada, en este apeadero apartado del mundo. Esta sería la última noche en su periplo hacia un lugar mejor, mucho mejor que el que habían dejado tras de sí.

—Vamos, chicos. El tren va a reanudar la marcha. Despertad   —dijo, zarandeando a Nicolai, el revisor del reluciente tren que acababa de parar en el apeadero—. Es la hora. El tren no va a esperar mucho más, muchachos.

Nicolai se despertó sobresaltado, sin comprender lo que estaba ocurriendo. Sí se percató de que ya había amanecido y de que la horrorosa noche se había transformado en una mañana radiante de sol. Miró extrañado al hombre que lo había sacado de su letargo, sin llegar a entender muy bien lo que estaba pasando.

—Vamos. ¿No estáis esperando al tren? —preguntó sonriente el revisor.

Nicolai reaccionó. Decidió que, ante la premura que les imponía aquel hombre, no merecía la pena pararse a analizar ni valorar nada, solo tenia que centrarse en lo inmediato, en que tenían un tren a su disposición y que por nada del mundo iban a desaprovecharlo. Lo mejor era dejarse llevar y aceptar la invitación del revisor, sin más.

—¡Janja, cariño, despierta! ¡Nos vamos! ¡Nos vamos!

—¿Qué? ¿Adónde nos vamos? —preguntó la muchacha, medio dormida. Sin saber muy bien lo que decía ni lo que pasaba a su alrededor.

Janja apenas pudo restregarse los ojos, a la vez que trataba de ponerse en pie. Notó cómo su cuerpo se resentía con cada movimiento que hacía. Estaba entumecida.

—¡Janja, nos vamos! —dijo Nicolai, tirando del brazo de su chica.

—Debéis subir pronto. Tenemos que irnos —sentenció el revisor.

Los jóvenes subieron apresuradamente al vagón y el hombre cerró la puerta tras ellos. El tren entonces reanudó la marcha.

—¿Adónde vais, muchachos?

—Hasta el final del trayecto, señor —contestó Janja.

—Pero no tenemos dinero para pagar el billete —dijo temeroso Nicolai, a la espera de una reacción hostil por parte de aquel hombre que, sin embargo, los miraba risueño.

—No importa. Hoy es un día especial y la compañía estatal de ferrocarriles os regala los billetes. Así que acomodaros y disfrutad del viaje. Llegaremos a medio día —dijo con amabilidad el hombre.

—¿Qué día especial es hoy, señor? —Preguntó Nicolai.

—¡Hoy es Navidad! —respondió el revisor, alejándose por el pasillo del vagón.

Los jóvenes se miraron.

—Navidad, Nicolai. ¡Hoy es Navidad! —exclamó Janja, sorprendida y un tanto ilusionada.

—Vaya… No nos habíamos dado cuenta —aseguró Nicolai, mientras tomaba a Janja de las manos.

—Ves, Nicolai Cvitanic, cómo todavía queda gente buena en el mundo —advirtió Janja, dibujando una sonrisa en su cara consumida por la enfermedad.

—Eso parece, sí. Pero… ¿Sabes lo mejor?

—¿Qué? —preguntó a su vez la muchacha, clavando la mirada en los brillantes ojos de su amado Nicolai.

—Que en unas horas… Solo en unas horas, habremos llegado a casa de tu hermana. Así que… ¡Bésame, Janja!

—Claro que te beso, amor mío.

Los jóvenes se fundieron en un apasionado beso. Después, tomados de la mano, fueron a acomodarse en uno de los asientos del vagón.

—¡Cuánto hemos tenido que pasar hasta llegar aquí, Nicolai! —exclamó entristecida y resignada Janja, con la cabeza recostada otra vez sobre el pecho de Nicolai.

—Ahora no pienses en eso, amor. Duerme un poco y descansa. Necesitas hacerlo para ponerte bien.

Nicolai, acariciaba tiernamente la cara de su Janja del alma, mientras trataba así de apartar con sus palabras los malos pensamientos que asaltaron a la muchacha.

Un poco después, el joven, oyendo el gorgoteo proveniente de los intestinos de la muchacha, le preguntó:

—¿Tienes hambre, verdad?

Pero no obtuvo respuesta. Janja, agotada por el cansancio, las emociones y la enfermedad, se había quedado profundamente dormida. Tal vez soñaba de nuevo con el paraíso añorado que tenían a su alcance.

Nicolai se sintió reconfortado al pensar que, pese a las carencias y desdichas que habían pasado en su trayecto, los dos permanecían juntos, muy unidos, y que aquella aventura que habían emprendido en busca de una vida mejor para ambos, había servido, además, para reafirmar el inmenso amor que se profesaban. El joven Nicolai se sintió orgulloso por tener a Janja a su lado, y complacido por sentirse amado por ella. A sus diecinueve años de edad, Nicolai, podía percibir en su interior que Janja era y sería por siempre el amor de su vida. Al pensar en ello no pudo reprimir la espontánea sonrisa que asomó a sus labios, a la vez que reparaba en los rayos de sol que entraban por la ventanilla del vagón y lo envolvían en una cálida sensación de paz y bienestar. Nicolai volvió su mirada a la ventana y contempló el paisaje que pasaba ante sus ojos al otro lado del cristal.

No supo cuánto tiempo estuvo observando el horizonte, pero poco a poco el panorama se fue difuminando ante su mirada, y las imágenes nítidas que le llegaban desde fuera del tren se fueron fundiendo y confundiendo con las que su mente iba proyectando sobre el cristal. Y así apareció ante sus ojos su abuela Svetlana, vestida con su irreemplazable toquilla negra, raída y descolorida en muchas de sus partes. La anciana mujer martillea el mortero que contiene pimentón, perejil y dos dientes de ajo. Unas lágrimas involuntarias se deslizan por su cara de ochenta y siete años, surcada de profundas arrugas, fruncida de piel casi quebradiza. Mira el mortero, con los ojillos perdidos en el cuenco de madera, dejando que la mano marque el ritmo que obra el milagro de entremezclar los sabores, mientras que en sus hundidas sienes, son las venas las que marcan otro ritmo: los latidos de su triste y cansado corazón.  

A un lado de la lumbre, en una tartera de barro, medio olvidada, el espinazo rancio de oveja se va dorando lentamente. La cocina de hierro tiene la chapa roja, teñida por la fuerza del fuego que desprende la leña de roble. El niño Nicolai enreda, tallando con un cuchillo un trozo de madera, sentado en un escaño, cerca del fuego. Nicolai está construyendo un barco.

Ahora están solos en la casa. Al abuelo Alexandro y a los padres de Nicolai hace tiempo que se los llevaron, para no regresar nunca más. Pero las imágenes de aquel rapto no figuran en el inventario de los recuerdos de Nicolai. Él lo sabe porque se lo contó su abuela y porque era un secreto a voces en Stapar, el pueblo donde vivía. La abuela Svetlana le dijo llorando un día que, mientras él estaba en la escuela, una avanzadilla de soldados serbios, incitados por un hombre importante del pueblo, asaltó la casa y se llevaron a sus padres y al abuelo, sin más. Los tres habían cometido el delito de ser étnicamente distintos a los asaltantes.

 Desde entonces, Nicolai, nunca pudo perdonarse el no haber estado en casa aquel triste día, en aquella fatídica hora. Se repetía a sí mismo, una y otra vez, que de haberse encontrado allí, habría tenido la oportunidad de defender a sus seres queridos, o tal vez hubiera corrido la misma suerte que ellos. Hubiera preferido cualquiera de esas posibilidades a tener que vivir permanentemente con el sentido de culpabilidad que desde entonces le corroe el alma.

El niño Nicolai  levanta la cabeza y mira a la abuela Svetlana. Luego pregunta:

—Abuela, ¿cuándo cenamos?

—Todavía no es la hora, Nicolai.

El niño Nicolai vuelve a centrarse en su labor y solo el caminar pausado del viejo gato Miguel, atravesando la estancia para meterse bajo el escaño, cerca del calor de la cocina, hace perder la concentración del chiquillo.

—¡Miguel! —Nicolai grita el nombre del animal para asustarlo.

El gato maúlla con fuerza y se acomoda como puede en una esquina.

—¿Cuándo cenamos, abuela? Tengo hambre y empieza a dolerme la cabeza —preguntó quejándose Nicolai.

—Enseguida. Ya falta menos —respondió la abuela—. ¡Y la cabeza te duele por hacer el tonto! ¡Por tener los ojos pegados tanto tiempo a ese trozo de madera!

—No, abuela, me duele de hambre.

—¡Anda, deja eso y descansa un poco, que enseguida cenaremos!

El niño Nicolai, hizo caso a la abuela Svetlana y abandonó su labor sobre el escaño. Luego cruzó los brazos sobre el hule verde que cubría la mesa y recostó la barbilla sobre ellos. Se quedó un largo rato mirando a la alacena repleta de platos del fondo de la estancia. Cerró los ojos y se durmió.

A las cinco menos diez de la tarde, de aquel día de Navidad, cuando la luz del día empezaba a convertirse en ocaso, el juez de guardia llegó al apartado y desvencijado apeadero. Le acompañaban la forense y el secretario del juzgado. En el lugar les esperaban dos policías uniformados que se cuadraron y saludaron nada más acercase a ellos. Junto a los agentes aguadaban, igualmente, cuatro empleados de la funeraria y un hombre al que le faltaba la mitad del brazo izquierdo. Un poco más allá un grupo de curiosos miraban callados la llegada de los funcionarios a aquel alejado lugar.

—¿Qué tenemos aquí, sargento? —preguntó el juez.

—Ya lo ve… Dos muchachos extranjeros muertos —contestó sin inmutarse el policía—. Los encontró, a eso del medio día, esta persona. Es el pastor del pueblo de aquí al lado  —el sargento señaló al hombre que le faltaba medio brazo—. Entiendo que debieron de quedarse dormidos en la noche y el frío hizo el resto.

—Paulina, ¿puedes examinar los cuerpos? —fue la manera de pedirle el juez a la forense que comenzara su trabajo—. Secretario, proceda a levantar el acta.


© Nicanor García Ordiz, Navidad de 2011.

Razones para la ilusión



Bebo el almíbar de tu origen,
al rozar tus labios con los míos.
Sacio mi afán
y se enciende mi anhelo,
en los arroyos ansiados
de tu manantial de pasión.


Busco tu mano suave,
bajo estas sábanas que dibujan
la invención de un amor.
Hazme un leve gesto, que
quiero sentir tu corazón,
bríndame tu ternura en este guiño,
que acaricie mi alma y mi razón.

¡Qué dulce éxtasis!
bajo el cual quiero durar.
De gozo anega mi espíritu,
dándome vida, delirio y amor,
en este mundo único, ¡mágico!

Y… el almíbar de tu origen,
y... el manantial de pasión,
y… la suavidad de tu mano,
y… el gozo de mi espíritu
hacen de este dulce instante…
¡mil razones para la ilusión!

© Nicanor García Ordiz, 2011

Fue por Reyes (Cuento de Navidad)



          A la Asociación para la Recuperación
                    de la Memoria Histórica,
                      en su 10º aniversario.



Cuentan que aquella noche del 4 de enero de 1938, en el Rosellón, hacía una noche de perros. Cuentan, yo no lo sé, que en aquella pequeña aldea asturiana hacía tiempo que esperaban que ocurriera lo que iba a pasar aquella noche. Dicen que llovía a cántaros y que el aire embravecido hacía notar su inquietante presencia arrojando sin piedad contra las paredes de las casas las heladas e incesantes gotas de la torrencial lluvia. Dicen que, protegiéndose como podían, con sus capotes, seis números de la guardia civil, del puesto de Carbayín, fusil en mano, caminaban decididos entre el barro y los charcos de la calle en cuesta de la aldea. Dicen que iban de a dos, con rumbo fijo, amparados por la oscuridad, impertérritos ante la inclemencia del tiempo, guiados por el haz de luz de sus linternas, espoleados por el odio y el afán de venganza de quienes les mandaban. Cuentan que de algún sitio indefinido un perro bravucón y asustado les salió al encuentro, mostrándoles, racial, sus fauces entre despavoridos ladridos. Pese al gran tamaño del animal los guardias no se impresionaron lo más mínimo y continuaron su marcha como si tal cosa. Sólo uno de los que cerraban la comitiva apuntó con su linterna a los ojos del can. Éste, cegado, no vio venir el puntapié que le partió la mandíbula. El llanto lastimero del perro se confundió con el azote del viento y el chucho volvió a perderse, atragantándose con su sangre, por donde había venido. Cuentan, yo no lo sé, que en casa de Álvaro ya dormían. Dicen que fue Concha la que primero oyó los golpes que los guardias propinaron en la puerta. Eso dicen, pero yo no lo sé.

-Despierta, Álvaro. Alguien está llamando –dijo Concha.
-¿A estas horas? Lo habrás soñado –respondió Álvaro, dándose la vuelta en la cama.

Una nueva ráfaga de golpes sobre la puerta de madera despejó toda duda.

-¿Lo oyes? –preguntó Concha.
-Sí, ahora sí, joder –respondió Álvaro sorprendido y asustado, sin saber muy bien qué hacer.
-Ya están aquí, cariño… Vienen a por ti. Ya están aquí –repitió Concha, abrazándose a su compañero, angustiada.
-Tranquila. No pasa nada –Álvaro quiso serenar a Concha.

El joven Álvaro se acercó a una de las ventanas del cuarto. Desde allí no pudo ver nada más que las gotas de la lluvia perseguirse por el frágil vidrio, pero era el lugar más cercano a la realidad de lo que estaba pasando frente a su casa, en la planta de abajo, tras la puerta, y desde donde poder escuchar mejor las respuestas a las preguntas que bullían en su cabeza, si es que alguien le respondía.

-¿Quién llama? –preguntó inquieto.

Obtuvo por contestación una nueva tanda de golpes secos sobre la puerta.

-¿Quién llama? –preguntó más alto.
-Álvaro, seguro que son ellos –advirtió Concha.
-No me responde nadie. Tengo que bajar. Tú no te muevas de aquí –dijo Álvaro, mientras se vestía el mono azul y se calzaba las alpargatas.
-Te van a llevar, cariño. Vienen a por ti. Te van a llevar –Concha estaba aterrorizada.
-Será lo que tenga que ser. No pasará nada. No te angusties, amor –sentenció Álvaro.
-Álvaro, quiero que sepas algo…

El joven clavó su mirada en los ojos húmedos de Concha. No dijo nada, sólo aguardó a oír lo que su compañera tenía que decirle. Concha le tomó una mano con las dos suyas y se lo dijo.

-Álvaro, vida mía… estoy embarazada.

Los dos jóvenes se abrazaron.

-¿Está segura? –preguntó Álvaro.
-Sí, lo estoy. Quería decírtelo mañana, en la noche. Iba a ser mi regalo de Reyes para ti.
-¡Álvaro Ordiz, abra la puerta!

Álvaro no volvió nunca más a su casa. Ni conoció su descendencia. Cuentan que seis meses después de aquella noche de perros, el joven Álvaro Ordiz Sánchez, de 31 años de edad, recién cumplidos, iba a ser ejecutado en el exterior de la tapia del cementerio católico del Salvador, en Oviedo, en la puerta oeste del camposanto, junto a otros 29 hombres, inocentes como él. Álvaro hacía el número 17 en la relación de los ejecutados en aquella hora del alba del día 28 de julio de 1938, y el número 548 de los 1.210 sepultados en la fosa común del cementerio civil.

Cuentan, yo no lo sé, que poco antes de ser conducido a su postrer destino lo vieron garabatear unas líneas en unas hojas de papel que un compañero de la celda de la cárcel le prestó. Dicen que le escribía a su compañera del alma, Concepción Díaz Areces, y dicen que le puso esto en la carta:

Cárcel Modelo de Oviedo, 28-7-1938
Galería 4ª Celda 46

A mi querida Concha: Salud.

Ante estos momentos de angustia y dolor te escribo estas cuatro letras desde capilla. Te digo que muero sereno, tranquilo y orgulloso porque sé que el triunfo está próximo.

Concha querida, cuando ésta llegue a tus manos habré dejado de existir para ti y para el mundo. Que no te amilane mi muerte, vida mía, lleva la cabeza erguida y muy alta. ¡Muero, sí! No como ladrón, ni criminal ni asesino. Tengo la conciencia tranquila de no haber cometido acto alguno de esta índole, cosa que mis nobles sentimientos repugnarían, tú lo sabes, además el hombre que va a morir dice la verdad, no necesita mentir. Muero por ser de izquierdas, por dar el pecho por la República y defender el Gobierno legal, y nuestros intereses de paz, fraternidad, justicia e igualdad. Muero orgulloso, pero los que me quitan la vida serán siempre unos asesinos, destructores de la humanidad proletaria. Resígnate al hondo dolor que en estos momentos te ha de embargar. Yo ya estoy resignado, muero por un ideal y como tal no me importa la muerte. ¡Tan feliz como era a tu lado! Cuando la dicha y el amor más fiel nos rodeaba surge este horroroso espectro de la guerra, deshaciéndolo todo, nuestro amor, nuestra felicidad y nuestro hogar. ¡Qué horrible es todo esto! ¡Qué triste fin el mío!... en fin, perdona amadísima Concha, pero no puedo más, la pluma se niega a continuar rasgando sobre el papel, cada trazo es un girón de mi corazón, los sollozos me ahogan, pienso en ti, en esa criatura que llevas dentro, carne y sangre de mi alma, que nunca veré. Pienso en mi pobre madre, en mis hermanos, en fin… en todos a los que quiero, todos pasáis por mi mente, para todos serán mis últimos instantes. ¡Qué triste no poder besaros ni estrecharos por última vez! Te pido que no me llores, que no me guardes luto, la República hará justicia.

Cuida de nuestro hijo, fruto de nuestro amor inmenso. Procura hacer, una vez triunfe la República, todo lo posible para educarle en mis ideales, que no llegue a ser tan esclavo de la vida como lo fui yo. Y tú, amor, si alguna vez encuentras a un hombre que te quiera de verdad no dudes en hacerlo compañero tuyo y que te ayude en todo lo que haga falta para cuidar de ti y de nuestra criatura, y te pido, Concha, que jamás consientas que hagan burla de ti los que me llevaron a mí a la muerte, porque no tienes que temer nada. Tú sabes que me matan por unos ideales, pero jamás por ladrón o asesino. Cuida a nuestro hijito, hazlo digno del nombre de su padre. Dile siempre porqué muero y te pido por favor, amor mío, que celebréis siempre, siempre su cumpleaños el día de Reyes, para que sepa que él fue el mayor regalo que tú me has hecho nunca. Acordaros de mí y de lo mucho que me hubiera gustado estar a vuestro lado en esos momentos. Concha, recibe el beso frío y póstumo de éste que te quiso, te quiere y desde ultratumba te seguirá amando. ¡Que la suerte os acompañe a todos y no sea lo ingrata que para mí ha sido!

Son las 5,30 de la madrugada y me falta tan sólo una hora.

Hasta la eternidad, amor, tu

Álvaro.


Cuentan, yo no lo sé, que cinco minutos después de escribir esta carta se encendieron las luces de la cárcel, que Álvaro le pidió a un compañero que hiciese llegar a su casa la misiva. Después se oyeron pasos y cerrojazos en las galerías y varios oficiales de la prisión recorrieron divertidos, lista en mano, las celdas donde velaban los reos que habían de morir aquel día. Dicen que vociferaban los nombres de los mártires y que cada uno de los referidos contestaba con un “presente” y después se oía la consabida respuesta del oficial: “vístase”.

Cuentan que cuando Álvaro era conducido por el pasillo, a juntarse con los otros veintinueve sentenciados, en el rastrillo, dejó salir de su pecho un grito de viva a la República, amplificado por el silencio de la noche y el retumbar en la oquedad de la galería. Dicen, yo no lo sé, que luego se oyó el culatazo de un fusil sobre su cuerpo y un quejido angustiado de Álvaro.

Eso es lo que cuentan, yo no lo sé. Lo que sí sé es que este año volveremos a celebrar el cumpleaños de mi madre el día de Reyes, aunque ella nació en agosto. Mi abuelo, Álvaro, lo dejó escrito y desde entonces cada año se cumple su voluntad. Él sigue enterrado en la fosa común del cementerio del Salvador de Oviedo. Mi abuela, Concha, murió hace unos años, sin saber dónde se encontraba sepultado el hombre de su vida. Algún día podrán reposar juntos para toda la eternidad. Algún día de Reyes volverán a estar unidos. Tal vez.


FIN

Nicanor García Ordiz, 2010.
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El sueño


Cuando en la noche
te envuelven
las alas del sueño,
y queda tu cuerpo
tendido en silencio,
no tiene tu cara
señal de fatiga,
y sólo se siente
tu corazón inquieto,
es entonces, alma mía,
cuando daría todo
por ser tu utopía.

© Nicanor García Ordiz, 2010.

Jilgueros en los ojos



     ¿Quién le prestó atención cuando cruzó por entre la gente de la procesión, en dirección contraria? Nadie, salvo la niñita rubia. Viejo perturbado, viejo loco que camina arrastrando los pies y hablando solo. Mala conciencia debe tener, con lo que le hizo a aquel pobre portugués. ¿Cómo no va a recelar de su propia vida? Además, a los mineros que llegan a viejos, a muy viejos, como éste, se les vuelven los sesos tan negros y secos como sus propios pulmones, y no es para menos, no.
     Martín tiene la cabeza loca, de viejo doliente. Sí, porque piensa con regresar a ser niño. Cómo no. Pretende así, el infeliz, emborronar su pasado y reemprender de nuevo el camino, como si tal cosa.
     Cuenta que ya pasó mucho. Lo cierto es que nadie le ha oído hablar nunca de su aflicción. La sufre para sí, que bastante le ha marcado al desdichado. Pero todos la saben, para qué nos vamos a engañar.
     Pasa por entre la muchedumbre de la procesión, entre las gentes de mi Matachana querida, encorvado, arrastrando los pies; siempre arrastra los pies. Pobre loco, ¿no ve que tropieza con todos?
     -Martín, vas al revés -le decía la niña del pelo rubio, antes de que su mamá tirara de ella para apartarla de junto al viejo.
     -Vas al revés, Martín, como siempre.
     Pobre loco. No le importa, sólo busca confundirse entre la gente; fundirse con la gente y dejar de ser Martín, el viejo minero.
     -¿Adónde vas, Martín?
     A Martín también le ocurre que oye voces. Dice que desde lo del incidente del luso en la mina, pero el viejo minero no es un hombre peligroso, pese al color oliva de su piel y a los ojos resecos que parecen que miran para dentro y a aquellas cicatrices que el carbón pintó en su cara, desde la frente hasta la barbilla y en sus sucias manonas. Bastante tiene con reconcomerse la cabeza, con cuidar de su gato pelón, con buscar setas, aunque no sea temporada; además, Martín, no es amigo de conversar con nadie; si acaso algo con los niños y las niñas de la escuela, al recreo; aunque hay quien opina que eso no reporta nada bueno a las criaturas. Y otros dicen: Martín, ¿no es el carcamal más pacífico de este Bierzo alto?, ¿por qué lo infaman? Retraído y viejo, ya tiene más que suficiente para él. Pobre, no hace daño a nadie. Que bebe un poco, ¿y qué? ¡Que no lo vendan! ¿Que a él le hace daño? Bueno, más daño le hace la pena. Así la adormece, y él no se mete con nadie, ¿o sí? ¡Entonces! Ya ves, ¿qué puede decirles a los colegiales?, si hasta ellos mismos lo buscan cuando lo ven pasar sin detenerse.
     -Por ahí no, viejo. Vas al revés.
     -Déjalo.
     Regresa como a las tres, después del baile vermú, empapado de vino y rostros. Rostros de gente endomingada. Qué bonita es la gente endomingada, Martín, y el vino de fiesta qué bien sabe. Lacryma Christi, siempre en el bolsillo de la americana de Martín.
     Ahora a dormir la siesta. Blanqueada la memoria por el alcohol; perforadas las tripas por el hambre; las gotas de miedo asomando en la frente y paz, mucha paz entre aquellas cuatro paredes desnudas. Ahí tienen: está como una cabra, se acuesta con zapatos y la barriga vacía de pan y a saber si le dará de comer al gato pelón.
     Hoy tampoco fue a setas. Hay fiesta en mi pueblo y hay gentío, eso es mejor que pasar todo el día registrando el pasto verde, los escaramujos y los zarzales, en busca de hongos con olor a harina, a manzanas verdes, a patatas hervidas. Hoy no volverá del monte con su canasta de mimbre dulce, repleta de olores; con los sempiternos zapatos negros, de cordones deshilachados, desatados y empapados de lluvia de rocío hasta las rodillas.
     Después de la siesta, cuando las palabras del portugués le hayan perforado los tímpanos, vuelve a salir, solicitando quehacer que ahuyente de sí los lacónicos pensamientos que le corroen la vida; y Misco, el gato pelón, le sale al encuentro, a la puerta de la casa, maullando bajito, se le acerca zalamero a restregar sus perfiladas costillas en la pernera del pantalón mil rayas; ronronea mendigando su ración de cariño, y Martín, con ternura, agachado, más encorvado de lo habitual, le acaricia con su manona pintada para siempre de carbón. Misco le agradece al viejo la carantoña, dejándole a cambio una maraña de su pelo gris, prendida en el pantalón. Al minero no le gusta el obsequio de su gato y se lo hace saber propinándole un puntapié en los cuartos traseros. El animal sale rebotado entre maullidos lastimeros y signos de contenida rebeldía. Parece mentira, llevan tantos años juntos y esa relación de amor y odio les hace cada vez más inseparables. Pobre gato pelón. Si los gatos se recordaran, pensó Martín, pero sólo a nosotros se nos ha concedido esa licencia. Mejor para ellos. Están a salvo de cargar con una vida tortuosa, como la mía. Apolillada por las remembranzas de aquel luctuoso día en la mina.
     -Déjame, portugués, déjame ya. No ves que voy a la fiesta -le dijo el viejo loco al viento-. ¿No entiendes que no quiero saber nada de ti, condenado? ¿No ves que me cansas? Déjame en paz, por Dios.
     El cielo azul había tornado el color durante la siesta. Mudó su velo. Estaba de un gris plomizo. Amenazaba con aguar la tarde. El viento se había envalentonado y se atrevía a levantar, impune, las sayas de las mujeres. Los chiquillos todos corrían tras ellas para mirarles las piernas blancas y rechonchas que la ventolera ponía al descubierto.
     A Martín se le volvió pastoso el gusto, por la humedad que se palpaba en el clima de la tarde. Se le entrometieron recuerdos de otros ambientes más cargados de polvo y aire caliente, de luces que cambiaban la aureola del carbón en estrellas suspendidas en la atmósfera de la mina. Remembranzas de palabras que se dibujan blancas contra el rostro tiznado del joven compañero de fatigas, tratando de hacerse inteligibles entre el ruido imperturbable de los martillos neumáticos que manejan los otros picadores.
     -Detente, Martín. Tenemos que dejarlo por hoy. Es la hora.
     -Ahora no. Ahora no. Un poco más. Esto es mantequilla. ¿No ves cómo cae el carbón, rapaz?
     -Ya, pero…
     -Espera sólo un poco más. ¿No ves, guaje, que tengo que ganar más dinero para pagar los caprichos de la Carmela?
     -No piques más, Martín. Estoy cansado.
     -¿Y qué? Túmbate, que yo paleo.
     -Es que quedé con la novia y es tarde. Martín, vámonos.
     -Vete tú. Déjame continuar. Avisa a los de debajo que yo quedo. Que me esperen. Sólo tardo un par de vagones más.
     -Adiós, Martín.
     -Adiós, Patricio. Hasta mañana.
     Por eso sentía que, cuando el ayudante se marchaba, era como si le cambiase el ánimo. Como cuando uno, por fin, consigue aquello que ha deseado tanto y después de obtenerlo quiere disfrutarlo en solitario. Tiene asegurado en ello un secreto placer prohibido. ¿Se imaginan, amigos, qué morboso gusto quedarse a solas con esposa ajena, sabiendo que vas a poseerla a escondidas? Como eso le pasaba a Martín en la rampa. Se transformaba, todas las veces. Sentía un cosquilleo que le nacía en la pelvis y le subía por el estómago, camino del pecho. Sentía ampliársele los pulmones y la sangre correr suelta por las venas. Se excitaba más que mirando el canalillo de los pechos de la desvergonzada de su vecina.
     Llevado por los instintos, transformaba todo su cuerpo en enorme verga. Su brazo, armado con el martillo, era el glande que entraba y salía, salía y entraba, una y otra vez, y otra, y otra, desgarrando la virginidad de la tierra; cada vez más adentro, más excitante, cada vez más intenso, otra y otra vez. Así hasta la extenuación, hasta conseguir el éxtasis.
     Cómo amaba Martín la mina. Más que a la Carmela. Sí, la mina nunca decía no, siempre se le ofrecía de piernas abiertas; tan cálida, tan húmeda, tan receptiva, dispuesta siempre a ser penetrada; tantas veces como él quisiera. Sí, una y otra vez, insaciable. La amaba. Martín estaba enamorado de la mina. Le excitaba más que la pelambrera de la vulva de su Carmela, más que el sonrosado coño de su Carmela, más aún, y no le importaba reconocerlo. Además, le pagaban por hacerle el amor a diario a la mina. ¡Qué suerte, Martín! ¿Qué mejor labor que ésa? Así él siempre quiso vivir de la mina, hasta lo del portugués. Entonces la aborreció. Desde entonces ya le gustan más las mujeres.
     Antes de llegar a viejo y secársele las ansias, gustó de masturbarse trabajosamente a santo del recuerdo de la mina. De su seducida mina. Es natural. La deseaba. Más que a mujer alguna. Más que a su Carmela. Los malpensados entonces dirán que esto prueba que Martín no es buena persona. Así anda atrayendo a las niñas del recreo para eso: revivir en su cabeza la virginidad de la mina, de su mina. Ahí tienen, está bien loco. Por algo lo abandonó su esposa. Tenía razón la gorda Carmela: ¿Cómo vivir con un hombre que te es infiel a diario? Y, además, cobra gustoso por ello. Le gusta, encima, y te deja de lado.
     Pero Carmela lo abandonó después de que él matara al lusitano en la mina. No antes, como siguen creyendo algunos. Claro que, como hace tanto de eso… De todos modos, después del caso luctuoso aquél, él siguió siendo infiel a la gorda Carmela. Siguió amando a la mina, pero ya no era lo mismo, esa es la verdad. Martín acabó ensañándose miserablemente con su amante. Aquello ya no era copular para obtener placer reconstituyente, no, aquello más bien era violar con perfidia, para descargar la conciencia. Nada que ver con lo de antes. Es cierto.
     Cambió mucho, Martín. Ya no fue el mismo después de lo del portugués. Se ve que su mujer no le quiso seguir soportando y lo dejó para que tirase sólo de la cruz. Las mujeres de aquí tienen más aguante que las andaluzas. No debió casar, Martín, con la hija del Ecijano. Una berciana de Bembibre le hubiese comprendido.
     Quizás tenía razón la gorda Carmela. Quizás fuese mejor para los dos separarse. Cada uno con su pena. La de Martín todos la saben, pero ¿quién sabe la de ella, alejada de él?
     El minero se quedó con la cabeza llena de voces y la conciencia carcomida. La gorda Carmela se largó con viento fresco. Mejor así. Perdió a su marido. No lo volvió a ver nunca más. Qué más da. Adonde se fue seguro hay más. Peor fue lo de él: sin mujer y enseguida sin amante. No le dejaron seguir desquitando sus ansias con ella. Demasiado trastornado para continuar viviendo a su costa. Además, él lo prefirió así. La mina tenía el aliento manchado de sangre.
     Entonces los jefes de Martín decidieron que era mejor arreglar papeles y largarlo de allí con una pensioncilla que le ayudase a pasar su miserable existencia. Sí, mejor. Mejor para todos.
     ¿Quién sabe qué cosa es esa de que te cambien de pronto la vida, sin avisar, sin darte tiempo para prepararte? Dicen las viejas que se crían canas por ello, y calenturas en los labios. A Martín no se le ve nada de esto. Se ve que le salieron para adentro, por eso tiene los ojos que parecen estar observando lo que tiene metido en los sesos. Las canas le nacieron en el corazón y las calenturas en el pensamiento. Pobre viejo. Míralo, camino de la verbena, arrastrando los pies, siempre arrastra los pies; hablando solo. Se tropieza con los transeúntes que vienen y van. Está loco. No. Está beodo. ¿No ves cómo gesticula con los brazos al hablarse?
     Cuando llegue a la fiesta habrá luces multicolores suspendidas del aire.
     -¡¡Pasen y vean. El no va más: la mujer araña comiéndose a su prole, que son quince!!
     Voces y jolgorio.
     -¡La tómbola de los cachirulos, todo a un euro, oiga!
     Risas y brincos.
     -¡¡Otro, otro perrito piloto!!
     Carreras de la chiquillería a ninguna parte. Que te pillan, Martín. Viejo tonto.
     -¡¡Mire, oiga, que acabamos de regalar otra muñeca gigantona!!
     El baile acaba de empezar. Boleros, corros y corrillos.
     -¡Un pasodoble, por favor!
     Gente, más gente y más todavía. Qué feliz es el chiflado viejo entre la gente. Cómo disfruta.
     Ahora un vals. Y ahora…
     -“¿Qué quieres que te regale, siendo yo un pobre minero? ¿Quieres que venda el candil para comprarte un pañuelo?”
     Esto es popular, cómo no. Tratándose de una cuenca minera ya se sabe.
     Qué bonito. Qué bien lo hacen estos músicos. Son simpáticos, ¿verdad?
     -“Los mineros en la mina se acuerdan de Dios divino y saliendo de ella de las mujeres y del vino”.
     Qué graciosos.
     -“Un minero vale un duro, un comerciante dos. Por un duro, más o menos, minero lo quiero yo”.
     Qué ocurrentes, ¿verdad? Que vuelvan también el próximo año, coño.
     Parece mentira. Martín lleva toda la noche girando y girando sin caerse. Otra de Machín. Cómo le gustan las canciones de Machín al viejo. Todos le miran. ¿Se caerá? Se ríen y se sonríen. La cerviz encorvada, mirándose los sempiternos zapatos negros de cordones deshilachados, desatados. Se los pisan al bailar. Qué más da. Sus brazos casi siempre apuntando al suelo; sólo se atreven a cambiar de posición para aplaudir, entre canción y canción.
     -“Minero lo quiero, madre. Minero me lo has de dar. Si no me lo das minero, yo no me quiero casar”.
     ¿Qué secreto pensamiento provocó la inesperada reacción de Martín? ¿Fueron, acaso, las palabras de aquella canción que cantaba la chica rolliza de la orquesta? No lo sé. Él se dirigió al corrillo de don Argimiro, el cura, a invitar a bailar a doña Elvira. Figúrense, nada menos que a doña Elvira, la catequista, la hermana de don Argimiro, el cura. No aceptó, claro está. Está loco si se cree que doña Elvira va a danzar con él. Hasta ahí podríamos llegar. ¿Qué se habrá creído ese borracho del infierno?
     Aunque doña Elvira trató, a los ojos de todos, de ultrajarlo con desaire, por su atrevido comportamiento, Martín supo reaccionar, mostrando con tosco gesto su imposible orgullo, su pretendida soberbia.
     Se volvió a su rincón, a seguir bailando consigo mismo. Que se joda la Elvira, ella se lo pierde.
     Cómo tocan los de la orquesta. Otro bolero de Machín. Cuánta gente. Para eso salió esta noche Martín. Para ver gente y más gente y confundirse entre la gente y dejar de ser él.
     -Ven, Carmela. Oye la música. Baila conmigo. Yo te llevo. Qué bien bailas, mi gorda, acurrucadita en mi pecho. Así, así. Olvídate de que yo soy yo. Hazte cuenta de que soy el de antes. El mismo de antes de lo del portugués. Baila, baila. Cimbrea tu rolliza cadera. Mira, mira cómo nos miran. Que rabien, Carmela. Qué bien hueles, gorda mía. A jazmines, a menta, perfumada con olor a niña. Oigo tu risa, Carmela. Y me miras de nuevo, como siempre, con jilgueros en los ojos, y olvídate de que yo soy yo. Soy el de antes, ¿no ves mis ojos aún húmedos, vivos aún? Y mi pecho… ¿Sientes mi pecho cómo palpita por ti? Pon tu oído aquí. Ponlo, ponlo, ponlo vida mía. ¿Ves?, aún sé recordar el amor, mi amor por ti, Carmela, mi único amor -miente el viejo-. Mi rechoncha, Carmela.
     ¡Ay, Martín! Amor de minero, amor a oscuras, amor a tientas, amor incierto, amor infiel…
     -Infiel, no. Infiel, no. Ya no… Yo te quiero, Carmela.
     Azorado por el baile, atropellado por aquellas visiones, Martín des-pistó el paso y le faltó la tierra bajo sus pies. Cayó, como cae el árbol mutilado por la carcoma, como hoja seca bamboleada por la brisa de la tarde del frío otoño.
     La música cesó. Los ojos de las pindongas se volvieron lanzas, apuntando a la yugular del viejo loco. Se abalanzaron perramente contra el árbol caído. Lanzaron dentelladas a sus ramas secas. Orinaron en sus heridas. Astillaron su tronco con ferocidad.
     Martín, aún se aferraba a su gorda Carmela, ajenos, caídos, abrazados ambos; riéndose, amándose mientras los putos canes ladraban al viento, contando otra vez la misma historia, la que siempre se sacaba a cuento para demostrar la vesania del viejo minero. Todos a la vez, murmurando lo que él procuraba olvidar. Lo que él trataba que todos olvidaran. Así: demostrándoles prudencia, con su callado quehacer cotidiano, lejos de todos, en el monte buscando setas, en casa encerrado con su Misco, perdido en su reducido universo. No había servido de nada. Allí estaban rodeándole. Odiándole.
     De regreso al ahora, soltó a Carmela, se sentó en el suelo, esperando que alguien le dijera algo a la cara. Miró cómo disimulaban sus miradas. Dirigió una sonrisa amarga a todos. Después se iría, con la cabeza más fresca, más abierta a recibir malos recuerdos. ¿Dónde estaba ese vino tan bueno de las fiestas, Martín? Lacryma Christi.
     Petardos, risotadas, muchos pares de ojos en el cogote y el rocío le acompañaron a casa. ¿Y el vino, Martín? Por hoy ya está bien. Se acabó el jugo de la viña, la anestesia de los sentidos, ya está bien, Martín.
     Contra el albor del techo, recostado en el catre, proyectó imágenes amarillentas de foto añeja, en color sepia. Eran las que, de puro manosearlas en su cabeza, se habían adueñado de su persona.
     Se vio reptando por entre un bosque de puntales de pino verde, bajo tierra, en la mina, en su amada mina.
     -Hasta el lunes, Martín.
     A la izquierda pared trabajada de escombros que aguanta las ganas de hundirse del techo.
     -Dale un beso a la novia de “mis partes”, Martín.
     A la diestra veta virgen de negro y puro carbón de antracita, excitante himen de la tierra.
     -No bebas mucho y tráeme un puro, Martín.
     Bajando del tajo con él, un reguerillo de fastidiosa agua: lágrimas que la sílice derrama más arriba.
     -No te las ligues a todas, Martín.
     Es media mañana y Martín baja despidiéndose de los compañeros. Sale de la rampa y lleva el alma engalanada para la boda de su hermana.
     -Deja, guaje -le dice al vagonero de la galería-. Yo bajaré el vagón hasta el cambio.
     -Como quieras, Martín. Pero ten cuidado con la corredera de allá adelante.
     -¿Quieres enseñar a tu padre a hacer hijos? ¿No sabes que fui cocinero antes que fraile, guaje?
     Corre, corre, Martín, con el vagón cargado de carbón. Se deja transportar en el tope del vagón. Lleva alegría en los ojos. Grita su júbilo en la soledad de la galería. Las trabancas pasan a toda velocidad, rozando su cabeza. Rápido, rápido. Cuesta abajo. Rápido, rápido. Las ruedas cantan su acelerada marcha en las juntas de los raíles. Más rápido.
     “Cuidado con la corredera…”
     Las ruedas traquetean, traquetean. ¿Qué es aquello, Martín? Más rápido. Una luz. Más rápido. Los hastiales quieren tocarte, Martín. Más rápido, más rápido. ¡Frena, Martín! Más rápido. ¡Frena, vagón, frena! Más rápido, más rápido. Martín, ¿qué es esa luz? Más rápido. ¡La corredera!
     “Cuidado con la corredera…”
     Más rápido. ¡Para, Martín! ¡Para, vagón! ¡Para! Más rápido. ¿Qué es esa luz, Martín? Más rápido. ¿De quién es esa luz, Martín? Más rápido, más rápido…
     -¡¡Fuera, fuera!!
     ¡Grita, Martín, grita! Está dormido, Martín. No te oye. Más rápido.
     -¡¡Cuidado!! ¡¡Fuera, apártate!! ¡¡Fuera, fuera, fuera!!
     Ya es tarde, Martín. Le has dado.
     -¡¡Mierda, mierda, mierda!! ¡¡Lo maté, lo maté!!
     Se le desprendió la luz de la frente, le arrancaste, fácil, piernas y cabeza, Martín, dejando hebras de carne y un chorro de sangre que se le perdió al portugués por la hendidura del cuello. Sólo es un guiñapo arrojado de bruces contra la eterna oscuridad de tu entendimiento, Martín. Ahora ya nada volverá a ser lo que era en tu vida, viejo loco. Trata de dormir, viejo chiflado. ¿Quién te mandó marchar tan pronto, a media mañana, sin terminar la faena? Ahora comprendes que a una hembra que se te da toda, nunca la debes dejar a medias. ¿Lo entiendes, loco?
     Se vengó la mina. Se vengó de ti, Martín. Lo entiendes, ¿verdad? Ahora duerme, viejo loco. Duerme, roto corazón de amante minero. Duérmete, Martín, pero no sueñes. Que el dulce bálsamo del Lacryma Christi anestesie tu entendimiento y por esta noche sólo venga a ti el rostro sonriente de Carmela, mirándote, de nuevo, con jilgueros en los ojos.

Fin.

© Nicanor García Ordiz, 2009.