No puedo evitarlo, y tampoco quiero. A menudo la recuerdo.
Hay ocasiones, tal vez demasiadas, en que suelo hablarle para pedirle consejo.
Lo hago porque soy débil, porque a menudo me siento desorientada, perdida… Sé
que aún cuento con su comprensión cuando tengo necesidad de desahogarme, cuando
flaqueo. Y otras veces le hablo para ponerla al día, contándole lo que acontece
a mi alrededor y lo que me ocurre. Imagino que le gustará saber estas cosas, saber
de mis cosas. Desde la ausencia, continuamente tan cerca, necesito de su saber,
como necesito de su eterna complicidad. Quiero que mi felicidad, cuando llega,
siempre a cuenta gotas, sea también motivo de su dicha.
La recuerdo. Con su pelo blanco, brillante, recogido en un
moño, tras su cabeza, entre el cuello y la nuca. Su cabeza, que yo solía besar
al llegar a casa y que olía tan bien, a colonia de Heno de Pravia. Ella me
esperaba sentada en su silla de enea. Delgadita, con su carita afilada
apuntando al suelo, en actitud de silenciosa espera, o de eterna reflexión.
Nunca la vi encorvada al andar. Al contrario. El cuello siempre erguido, para
percibir la vida en su rostro ciego. Por la piel de su cara entraba el mundo en
su ser, y por su nariz, y por sus oídos. Las manos eran sus ojos.
La recuerdo. Sentada en el borde de la cama, rezando antes
de acostarse. Nosotras dormíamos en su misma habitación, en otra cama, pero no
rezábamos. No era obligatorio. Ella lo hacía en total recogimiento y siseando
las oraciones que intuíamos en silencio. Después venía la algarabía antes del
sueño.
-Abuela, cuéntanos un cuento.
Y el cuento se convertía en más de uno, y en coplillas, y en
adivinanzas, y en…
-A dormir, niñas. Hasta mañana, si Dios quiere.
-Hasta mañana, abuela.
La recuerdo. Jugando con nosotras a vestir muñecas, a
peinarlas, a ponerles nombres antiguos. Tratando de hacer de nuestra infancia
un torrente de luz que ella solo podía
percibir. Siempre nos hacía reír. Le gustaba imitar las voces que escuchaba en
la radio y nos tenía al corriente de lo que pasaba en las radionovelas de la
tarde, las que emitían cuando nosotras estábamos en la escuela.
-¿Sabéis lo que le dijo hoy el marqués a Carmencita?
-¡¿Qué?!
Y nosotras, sentadas a su lado, en aquellas tardes de pan y
chocolate, la escuchábamos, ensimismadas, y ella nos relataba con ricos
detalles, el capítulo del día.
La recuerdo. Llevándonos de la mano a pasear por la ciudad.
Siempre con su caminar rápido, sin miedo a la oscuridad de sus ojos; dejándose
guiar unida a nosotras por las manos, y nosotras más que seguras con su cálida presencia
a nuestra vera. Siempre con ganas de acompañarnos, siempre enseñándonos a
vivir, consiguiendo que la felicidad resultara algo fácil.
-Avisadme cuando lleguemos al escaparate de la mercería.
Y nos poníamos las tres frente a la gran luna de la tienda
de doña Amparo.
-¿Tiene algo nuevo hoy?
La recuerdo. Aquellos días de Reyes esperándonos, cuando
despuntaba el día, a la puerta del salón donde se agolpaban los regalos.
Diciéndonos, como cada año, que no había nada, solo carbón. Nosotras fingíamos
decepción y ella reía y nos pedía la contraseña para poder abrir la puerta a la
ilusión: un beso, que ella te devolvía multiplicado por no se sabe cuántos más.
Como el día antes cuando nos acompañaba a la cabalgata y disfrutaba como una
más oyéndonos cómo le describíamos las carrozas con sus luces y colores, y nos
besaba, y nos besaba tanto.
La recuerdo llamándonos a diario a la residencia de la
universidad. A las nueve en punto de la noche, porque sabiendo que todo estaba
en orden podía dormir tranquila. La recuerdo, en esos sus últimos días, cuando
no le apetecía reír y solo estaba a ratos. Aquellos días en los que sus
pensamientos se adormecían dentro de su blanca cabeza. Cuando creía que la
soledad era el pan de su esperanza y se esforzaba por ofrecernos la ración de
sonrisas que era el maná de mi existencia. Y de pronto su sonrisa se tornaba en
mueca tensa.
-¡Abuela!
-Estoy bien, cariño.
La recuerdo. En el preludio de su adiós postrero. Su
sonrisa, su pelo blanco, sus manos mirando mi cara, acariciando con sus dedos
mis ojos queriendo adivinar el tamaño de mi felicidad. Solo encontró lágrimas.
La recuerdo. Constantemente la recuerdo, pero ahora más.
Porque estas fechas no serían lo mismo si ella no me hubiera enseñado a
disfrutar de estos soplos de vida que nos regala la Navidad. Porque estas
fechas no significarían nada para mí sino la hubiera tenido a ella como abuela.
Sí, la recuerdo.
© Nicanor García Ordiz, Navidad 2012.