El sueño


Cuando en la noche
te envuelven
las alas del sueño,
y queda tu cuerpo
tendido en silencio,
no tiene tu cara
señal de fatiga,
y sólo se siente
tu corazón inquieto,
es entonces, alma mía,
cuando daría todo
por ser tu utopía.

© Nicanor García Ordiz, 2010.

Jilgueros en los ojos



     ¿Quién le prestó atención cuando cruzó por entre la gente de la procesión, en dirección contraria? Nadie, salvo la niñita rubia. Viejo perturbado, viejo loco que camina arrastrando los pies y hablando solo. Mala conciencia debe tener, con lo que le hizo a aquel pobre portugués. ¿Cómo no va a recelar de su propia vida? Además, a los mineros que llegan a viejos, a muy viejos, como éste, se les vuelven los sesos tan negros y secos como sus propios pulmones, y no es para menos, no.
     Martín tiene la cabeza loca, de viejo doliente. Sí, porque piensa con regresar a ser niño. Cómo no. Pretende así, el infeliz, emborronar su pasado y reemprender de nuevo el camino, como si tal cosa.
     Cuenta que ya pasó mucho. Lo cierto es que nadie le ha oído hablar nunca de su aflicción. La sufre para sí, que bastante le ha marcado al desdichado. Pero todos la saben, para qué nos vamos a engañar.
     Pasa por entre la muchedumbre de la procesión, entre las gentes de mi Matachana querida, encorvado, arrastrando los pies; siempre arrastra los pies. Pobre loco, ¿no ve que tropieza con todos?
     -Martín, vas al revés -le decía la niña del pelo rubio, antes de que su mamá tirara de ella para apartarla de junto al viejo.
     -Vas al revés, Martín, como siempre.
     Pobre loco. No le importa, sólo busca confundirse entre la gente; fundirse con la gente y dejar de ser Martín, el viejo minero.
     -¿Adónde vas, Martín?
     A Martín también le ocurre que oye voces. Dice que desde lo del incidente del luso en la mina, pero el viejo minero no es un hombre peligroso, pese al color oliva de su piel y a los ojos resecos que parecen que miran para dentro y a aquellas cicatrices que el carbón pintó en su cara, desde la frente hasta la barbilla y en sus sucias manonas. Bastante tiene con reconcomerse la cabeza, con cuidar de su gato pelón, con buscar setas, aunque no sea temporada; además, Martín, no es amigo de conversar con nadie; si acaso algo con los niños y las niñas de la escuela, al recreo; aunque hay quien opina que eso no reporta nada bueno a las criaturas. Y otros dicen: Martín, ¿no es el carcamal más pacífico de este Bierzo alto?, ¿por qué lo infaman? Retraído y viejo, ya tiene más que suficiente para él. Pobre, no hace daño a nadie. Que bebe un poco, ¿y qué? ¡Que no lo vendan! ¿Que a él le hace daño? Bueno, más daño le hace la pena. Así la adormece, y él no se mete con nadie, ¿o sí? ¡Entonces! Ya ves, ¿qué puede decirles a los colegiales?, si hasta ellos mismos lo buscan cuando lo ven pasar sin detenerse.
     -Por ahí no, viejo. Vas al revés.
     -Déjalo.
     Regresa como a las tres, después del baile vermú, empapado de vino y rostros. Rostros de gente endomingada. Qué bonita es la gente endomingada, Martín, y el vino de fiesta qué bien sabe. Lacryma Christi, siempre en el bolsillo de la americana de Martín.
     Ahora a dormir la siesta. Blanqueada la memoria por el alcohol; perforadas las tripas por el hambre; las gotas de miedo asomando en la frente y paz, mucha paz entre aquellas cuatro paredes desnudas. Ahí tienen: está como una cabra, se acuesta con zapatos y la barriga vacía de pan y a saber si le dará de comer al gato pelón.
     Hoy tampoco fue a setas. Hay fiesta en mi pueblo y hay gentío, eso es mejor que pasar todo el día registrando el pasto verde, los escaramujos y los zarzales, en busca de hongos con olor a harina, a manzanas verdes, a patatas hervidas. Hoy no volverá del monte con su canasta de mimbre dulce, repleta de olores; con los sempiternos zapatos negros, de cordones deshilachados, desatados y empapados de lluvia de rocío hasta las rodillas.
     Después de la siesta, cuando las palabras del portugués le hayan perforado los tímpanos, vuelve a salir, solicitando quehacer que ahuyente de sí los lacónicos pensamientos que le corroen la vida; y Misco, el gato pelón, le sale al encuentro, a la puerta de la casa, maullando bajito, se le acerca zalamero a restregar sus perfiladas costillas en la pernera del pantalón mil rayas; ronronea mendigando su ración de cariño, y Martín, con ternura, agachado, más encorvado de lo habitual, le acaricia con su manona pintada para siempre de carbón. Misco le agradece al viejo la carantoña, dejándole a cambio una maraña de su pelo gris, prendida en el pantalón. Al minero no le gusta el obsequio de su gato y se lo hace saber propinándole un puntapié en los cuartos traseros. El animal sale rebotado entre maullidos lastimeros y signos de contenida rebeldía. Parece mentira, llevan tantos años juntos y esa relación de amor y odio les hace cada vez más inseparables. Pobre gato pelón. Si los gatos se recordaran, pensó Martín, pero sólo a nosotros se nos ha concedido esa licencia. Mejor para ellos. Están a salvo de cargar con una vida tortuosa, como la mía. Apolillada por las remembranzas de aquel luctuoso día en la mina.
     -Déjame, portugués, déjame ya. No ves que voy a la fiesta -le dijo el viejo loco al viento-. ¿No entiendes que no quiero saber nada de ti, condenado? ¿No ves que me cansas? Déjame en paz, por Dios.
     El cielo azul había tornado el color durante la siesta. Mudó su velo. Estaba de un gris plomizo. Amenazaba con aguar la tarde. El viento se había envalentonado y se atrevía a levantar, impune, las sayas de las mujeres. Los chiquillos todos corrían tras ellas para mirarles las piernas blancas y rechonchas que la ventolera ponía al descubierto.
     A Martín se le volvió pastoso el gusto, por la humedad que se palpaba en el clima de la tarde. Se le entrometieron recuerdos de otros ambientes más cargados de polvo y aire caliente, de luces que cambiaban la aureola del carbón en estrellas suspendidas en la atmósfera de la mina. Remembranzas de palabras que se dibujan blancas contra el rostro tiznado del joven compañero de fatigas, tratando de hacerse inteligibles entre el ruido imperturbable de los martillos neumáticos que manejan los otros picadores.
     -Detente, Martín. Tenemos que dejarlo por hoy. Es la hora.
     -Ahora no. Ahora no. Un poco más. Esto es mantequilla. ¿No ves cómo cae el carbón, rapaz?
     -Ya, pero…
     -Espera sólo un poco más. ¿No ves, guaje, que tengo que ganar más dinero para pagar los caprichos de la Carmela?
     -No piques más, Martín. Estoy cansado.
     -¿Y qué? Túmbate, que yo paleo.
     -Es que quedé con la novia y es tarde. Martín, vámonos.
     -Vete tú. Déjame continuar. Avisa a los de debajo que yo quedo. Que me esperen. Sólo tardo un par de vagones más.
     -Adiós, Martín.
     -Adiós, Patricio. Hasta mañana.
     Por eso sentía que, cuando el ayudante se marchaba, era como si le cambiase el ánimo. Como cuando uno, por fin, consigue aquello que ha deseado tanto y después de obtenerlo quiere disfrutarlo en solitario. Tiene asegurado en ello un secreto placer prohibido. ¿Se imaginan, amigos, qué morboso gusto quedarse a solas con esposa ajena, sabiendo que vas a poseerla a escondidas? Como eso le pasaba a Martín en la rampa. Se transformaba, todas las veces. Sentía un cosquilleo que le nacía en la pelvis y le subía por el estómago, camino del pecho. Sentía ampliársele los pulmones y la sangre correr suelta por las venas. Se excitaba más que mirando el canalillo de los pechos de la desvergonzada de su vecina.
     Llevado por los instintos, transformaba todo su cuerpo en enorme verga. Su brazo, armado con el martillo, era el glande que entraba y salía, salía y entraba, una y otra vez, y otra, y otra, desgarrando la virginidad de la tierra; cada vez más adentro, más excitante, cada vez más intenso, otra y otra vez. Así hasta la extenuación, hasta conseguir el éxtasis.
     Cómo amaba Martín la mina. Más que a la Carmela. Sí, la mina nunca decía no, siempre se le ofrecía de piernas abiertas; tan cálida, tan húmeda, tan receptiva, dispuesta siempre a ser penetrada; tantas veces como él quisiera. Sí, una y otra vez, insaciable. La amaba. Martín estaba enamorado de la mina. Le excitaba más que la pelambrera de la vulva de su Carmela, más que el sonrosado coño de su Carmela, más aún, y no le importaba reconocerlo. Además, le pagaban por hacerle el amor a diario a la mina. ¡Qué suerte, Martín! ¿Qué mejor labor que ésa? Así él siempre quiso vivir de la mina, hasta lo del portugués. Entonces la aborreció. Desde entonces ya le gustan más las mujeres.
     Antes de llegar a viejo y secársele las ansias, gustó de masturbarse trabajosamente a santo del recuerdo de la mina. De su seducida mina. Es natural. La deseaba. Más que a mujer alguna. Más que a su Carmela. Los malpensados entonces dirán que esto prueba que Martín no es buena persona. Así anda atrayendo a las niñas del recreo para eso: revivir en su cabeza la virginidad de la mina, de su mina. Ahí tienen, está bien loco. Por algo lo abandonó su esposa. Tenía razón la gorda Carmela: ¿Cómo vivir con un hombre que te es infiel a diario? Y, además, cobra gustoso por ello. Le gusta, encima, y te deja de lado.
     Pero Carmela lo abandonó después de que él matara al lusitano en la mina. No antes, como siguen creyendo algunos. Claro que, como hace tanto de eso… De todos modos, después del caso luctuoso aquél, él siguió siendo infiel a la gorda Carmela. Siguió amando a la mina, pero ya no era lo mismo, esa es la verdad. Martín acabó ensañándose miserablemente con su amante. Aquello ya no era copular para obtener placer reconstituyente, no, aquello más bien era violar con perfidia, para descargar la conciencia. Nada que ver con lo de antes. Es cierto.
     Cambió mucho, Martín. Ya no fue el mismo después de lo del portugués. Se ve que su mujer no le quiso seguir soportando y lo dejó para que tirase sólo de la cruz. Las mujeres de aquí tienen más aguante que las andaluzas. No debió casar, Martín, con la hija del Ecijano. Una berciana de Bembibre le hubiese comprendido.
     Quizás tenía razón la gorda Carmela. Quizás fuese mejor para los dos separarse. Cada uno con su pena. La de Martín todos la saben, pero ¿quién sabe la de ella, alejada de él?
     El minero se quedó con la cabeza llena de voces y la conciencia carcomida. La gorda Carmela se largó con viento fresco. Mejor así. Perdió a su marido. No lo volvió a ver nunca más. Qué más da. Adonde se fue seguro hay más. Peor fue lo de él: sin mujer y enseguida sin amante. No le dejaron seguir desquitando sus ansias con ella. Demasiado trastornado para continuar viviendo a su costa. Además, él lo prefirió así. La mina tenía el aliento manchado de sangre.
     Entonces los jefes de Martín decidieron que era mejor arreglar papeles y largarlo de allí con una pensioncilla que le ayudase a pasar su miserable existencia. Sí, mejor. Mejor para todos.
     ¿Quién sabe qué cosa es esa de que te cambien de pronto la vida, sin avisar, sin darte tiempo para prepararte? Dicen las viejas que se crían canas por ello, y calenturas en los labios. A Martín no se le ve nada de esto. Se ve que le salieron para adentro, por eso tiene los ojos que parecen estar observando lo que tiene metido en los sesos. Las canas le nacieron en el corazón y las calenturas en el pensamiento. Pobre viejo. Míralo, camino de la verbena, arrastrando los pies, siempre arrastra los pies; hablando solo. Se tropieza con los transeúntes que vienen y van. Está loco. No. Está beodo. ¿No ves cómo gesticula con los brazos al hablarse?
     Cuando llegue a la fiesta habrá luces multicolores suspendidas del aire.
     -¡¡Pasen y vean. El no va más: la mujer araña comiéndose a su prole, que son quince!!
     Voces y jolgorio.
     -¡La tómbola de los cachirulos, todo a un euro, oiga!
     Risas y brincos.
     -¡¡Otro, otro perrito piloto!!
     Carreras de la chiquillería a ninguna parte. Que te pillan, Martín. Viejo tonto.
     -¡¡Mire, oiga, que acabamos de regalar otra muñeca gigantona!!
     El baile acaba de empezar. Boleros, corros y corrillos.
     -¡Un pasodoble, por favor!
     Gente, más gente y más todavía. Qué feliz es el chiflado viejo entre la gente. Cómo disfruta.
     Ahora un vals. Y ahora…
     -“¿Qué quieres que te regale, siendo yo un pobre minero? ¿Quieres que venda el candil para comprarte un pañuelo?”
     Esto es popular, cómo no. Tratándose de una cuenca minera ya se sabe.
     Qué bonito. Qué bien lo hacen estos músicos. Son simpáticos, ¿verdad?
     -“Los mineros en la mina se acuerdan de Dios divino y saliendo de ella de las mujeres y del vino”.
     Qué graciosos.
     -“Un minero vale un duro, un comerciante dos. Por un duro, más o menos, minero lo quiero yo”.
     Qué ocurrentes, ¿verdad? Que vuelvan también el próximo año, coño.
     Parece mentira. Martín lleva toda la noche girando y girando sin caerse. Otra de Machín. Cómo le gustan las canciones de Machín al viejo. Todos le miran. ¿Se caerá? Se ríen y se sonríen. La cerviz encorvada, mirándose los sempiternos zapatos negros de cordones deshilachados, desatados. Se los pisan al bailar. Qué más da. Sus brazos casi siempre apuntando al suelo; sólo se atreven a cambiar de posición para aplaudir, entre canción y canción.
     -“Minero lo quiero, madre. Minero me lo has de dar. Si no me lo das minero, yo no me quiero casar”.
     ¿Qué secreto pensamiento provocó la inesperada reacción de Martín? ¿Fueron, acaso, las palabras de aquella canción que cantaba la chica rolliza de la orquesta? No lo sé. Él se dirigió al corrillo de don Argimiro, el cura, a invitar a bailar a doña Elvira. Figúrense, nada menos que a doña Elvira, la catequista, la hermana de don Argimiro, el cura. No aceptó, claro está. Está loco si se cree que doña Elvira va a danzar con él. Hasta ahí podríamos llegar. ¿Qué se habrá creído ese borracho del infierno?
     Aunque doña Elvira trató, a los ojos de todos, de ultrajarlo con desaire, por su atrevido comportamiento, Martín supo reaccionar, mostrando con tosco gesto su imposible orgullo, su pretendida soberbia.
     Se volvió a su rincón, a seguir bailando consigo mismo. Que se joda la Elvira, ella se lo pierde.
     Cómo tocan los de la orquesta. Otro bolero de Machín. Cuánta gente. Para eso salió esta noche Martín. Para ver gente y más gente y confundirse entre la gente y dejar de ser él.
     -Ven, Carmela. Oye la música. Baila conmigo. Yo te llevo. Qué bien bailas, mi gorda, acurrucadita en mi pecho. Así, así. Olvídate de que yo soy yo. Hazte cuenta de que soy el de antes. El mismo de antes de lo del portugués. Baila, baila. Cimbrea tu rolliza cadera. Mira, mira cómo nos miran. Que rabien, Carmela. Qué bien hueles, gorda mía. A jazmines, a menta, perfumada con olor a niña. Oigo tu risa, Carmela. Y me miras de nuevo, como siempre, con jilgueros en los ojos, y olvídate de que yo soy yo. Soy el de antes, ¿no ves mis ojos aún húmedos, vivos aún? Y mi pecho… ¿Sientes mi pecho cómo palpita por ti? Pon tu oído aquí. Ponlo, ponlo, ponlo vida mía. ¿Ves?, aún sé recordar el amor, mi amor por ti, Carmela, mi único amor -miente el viejo-. Mi rechoncha, Carmela.
     ¡Ay, Martín! Amor de minero, amor a oscuras, amor a tientas, amor incierto, amor infiel…
     -Infiel, no. Infiel, no. Ya no… Yo te quiero, Carmela.
     Azorado por el baile, atropellado por aquellas visiones, Martín des-pistó el paso y le faltó la tierra bajo sus pies. Cayó, como cae el árbol mutilado por la carcoma, como hoja seca bamboleada por la brisa de la tarde del frío otoño.
     La música cesó. Los ojos de las pindongas se volvieron lanzas, apuntando a la yugular del viejo loco. Se abalanzaron perramente contra el árbol caído. Lanzaron dentelladas a sus ramas secas. Orinaron en sus heridas. Astillaron su tronco con ferocidad.
     Martín, aún se aferraba a su gorda Carmela, ajenos, caídos, abrazados ambos; riéndose, amándose mientras los putos canes ladraban al viento, contando otra vez la misma historia, la que siempre se sacaba a cuento para demostrar la vesania del viejo minero. Todos a la vez, murmurando lo que él procuraba olvidar. Lo que él trataba que todos olvidaran. Así: demostrándoles prudencia, con su callado quehacer cotidiano, lejos de todos, en el monte buscando setas, en casa encerrado con su Misco, perdido en su reducido universo. No había servido de nada. Allí estaban rodeándole. Odiándole.
     De regreso al ahora, soltó a Carmela, se sentó en el suelo, esperando que alguien le dijera algo a la cara. Miró cómo disimulaban sus miradas. Dirigió una sonrisa amarga a todos. Después se iría, con la cabeza más fresca, más abierta a recibir malos recuerdos. ¿Dónde estaba ese vino tan bueno de las fiestas, Martín? Lacryma Christi.
     Petardos, risotadas, muchos pares de ojos en el cogote y el rocío le acompañaron a casa. ¿Y el vino, Martín? Por hoy ya está bien. Se acabó el jugo de la viña, la anestesia de los sentidos, ya está bien, Martín.
     Contra el albor del techo, recostado en el catre, proyectó imágenes amarillentas de foto añeja, en color sepia. Eran las que, de puro manosearlas en su cabeza, se habían adueñado de su persona.
     Se vio reptando por entre un bosque de puntales de pino verde, bajo tierra, en la mina, en su amada mina.
     -Hasta el lunes, Martín.
     A la izquierda pared trabajada de escombros que aguanta las ganas de hundirse del techo.
     -Dale un beso a la novia de “mis partes”, Martín.
     A la diestra veta virgen de negro y puro carbón de antracita, excitante himen de la tierra.
     -No bebas mucho y tráeme un puro, Martín.
     Bajando del tajo con él, un reguerillo de fastidiosa agua: lágrimas que la sílice derrama más arriba.
     -No te las ligues a todas, Martín.
     Es media mañana y Martín baja despidiéndose de los compañeros. Sale de la rampa y lleva el alma engalanada para la boda de su hermana.
     -Deja, guaje -le dice al vagonero de la galería-. Yo bajaré el vagón hasta el cambio.
     -Como quieras, Martín. Pero ten cuidado con la corredera de allá adelante.
     -¿Quieres enseñar a tu padre a hacer hijos? ¿No sabes que fui cocinero antes que fraile, guaje?
     Corre, corre, Martín, con el vagón cargado de carbón. Se deja transportar en el tope del vagón. Lleva alegría en los ojos. Grita su júbilo en la soledad de la galería. Las trabancas pasan a toda velocidad, rozando su cabeza. Rápido, rápido. Cuesta abajo. Rápido, rápido. Las ruedas cantan su acelerada marcha en las juntas de los raíles. Más rápido.
     “Cuidado con la corredera…”
     Las ruedas traquetean, traquetean. ¿Qué es aquello, Martín? Más rápido. Una luz. Más rápido. Los hastiales quieren tocarte, Martín. Más rápido, más rápido. ¡Frena, Martín! Más rápido. ¡Frena, vagón, frena! Más rápido, más rápido. Martín, ¿qué es esa luz? Más rápido. ¡La corredera!
     “Cuidado con la corredera…”
     Más rápido. ¡Para, Martín! ¡Para, vagón! ¡Para! Más rápido. ¿Qué es esa luz, Martín? Más rápido. ¿De quién es esa luz, Martín? Más rápido, más rápido…
     -¡¡Fuera, fuera!!
     ¡Grita, Martín, grita! Está dormido, Martín. No te oye. Más rápido.
     -¡¡Cuidado!! ¡¡Fuera, apártate!! ¡¡Fuera, fuera, fuera!!
     Ya es tarde, Martín. Le has dado.
     -¡¡Mierda, mierda, mierda!! ¡¡Lo maté, lo maté!!
     Se le desprendió la luz de la frente, le arrancaste, fácil, piernas y cabeza, Martín, dejando hebras de carne y un chorro de sangre que se le perdió al portugués por la hendidura del cuello. Sólo es un guiñapo arrojado de bruces contra la eterna oscuridad de tu entendimiento, Martín. Ahora ya nada volverá a ser lo que era en tu vida, viejo loco. Trata de dormir, viejo chiflado. ¿Quién te mandó marchar tan pronto, a media mañana, sin terminar la faena? Ahora comprendes que a una hembra que se te da toda, nunca la debes dejar a medias. ¿Lo entiendes, loco?
     Se vengó la mina. Se vengó de ti, Martín. Lo entiendes, ¿verdad? Ahora duerme, viejo loco. Duerme, roto corazón de amante minero. Duérmete, Martín, pero no sueñes. Que el dulce bálsamo del Lacryma Christi anestesie tu entendimiento y por esta noche sólo venga a ti el rostro sonriente de Carmela, mirándote, de nuevo, con jilgueros en los ojos.

Fin.

© Nicanor García Ordiz, 2009.

La hoja del calendario



Arranqué la hoja del calendario,

como quien deshoja la margarita.

Y otra vez tu ausencia me estalló en la cara.


Como ayer, como mañana.


© Nicanor García Ordiz, 2010

La obsesión


(I)


   Allá, por encima de los edificios grises, el lucero de la tarde comenzaba a centellear trémulo. Durante mucho tiempo, al menos desde antes de diciembre, había sido imposible contemplar su brillo. Su resplandor se había convertido en objeto de deseo para los habitantes de Madrid, sedientos de despejados horizontes, y en pieza codiciada para los amigos de los catalejos y telescopios que pululaban por terrazas y azoteas, a la espera paciente y hasta hoy inútil del relumbrante tesoro que el firmamento aloja.
   Hacía dos meses que las nubes se habían adueñado del cielo, impidiendo ver otra cosa que no fuera sus impredecibles cambios de color: del blanco sucio hasta el casi negro total, pasando por toda la gama de grises. Ni siquiera las continuas descargas de lluvia habían logrado reducirlas un ápice.
   La aparición de aquel añorado astro, en el ocaso madrileño, se convirtió en el centro de atención de muchas miradas nostálgicas que buscaban en las estrellas el billete de regreso hacia horas pasadas sin tanta represión arquitectónica en el horizonte y con más esparcimiento en los ojos, el pensamiento y el propósito.
   Clara detuvo una vez más su coche ante una luz roja de semáforo. Ya no sabía cuántas veces venía repitiendo aquella maniobra desde que salió de casa. Acabaría por convencerse de que alguien cerraba los discos justo antes de que ella fuese a pasar. Sólo así podía explicar la terrible casualidad que hacía que se los encontrara todos en rojo.
   Aceleró en balde, nerviosa, sin pensarlo, ansiosa porque apareciese la luz verde. De seguir aquel ritmo de continuas paradas no llegaría a tiempo de encontrar abierto el centro comercial, y era de vital importancia para ella.
   Pese a la ofuscación que la comía por dentro y que no le permitía vislumbrar más allá de su único propósito, la presencia del lucero que brillaba en lo alto tampoco pasó desapercibida para Clara. Aquella repentina visión trajo consigo un haz de luz al sombrío panorama que se dibujaba en su mundo. Si las nubes se marchaban para dejar ver la estrella, podía ser indicio de que de una vez por todas se alejasen del cielo de Madrid. Aquello era lo que ella venía deseando desde que se instaló el otoño en la Capital. Habían sido más que suficientes las deprimentes lluvias que habían calado en su ánimo durante toda la estación. Mirando al cielo cruzó los dedos para que el milagro se cumpliera. La posibilidad de que su deseo se convirtiera en realidad logró reconfortarla, en parte. Pronto sus pensamientos pueriles se disiparon con el sonido de las bocinas que tras ella le reclamaban celeridad.
   El coche se le caló en mitad del paso de peatones. Soltó una maldi-ción tan mal sonante como inaudible. Los bocinazos arreciaron. Clara solicitó desaparecer de la faz de la tierra. Se pidió calma a sí misma. Quiso recobrar la compostura. Puso en práctica su técnica de relajación: cerró los ojos y respiró profundamente. Se calmó.
   Giró la llave de contacto sin acierto. Lo intentó una vez y otra y siempre obtenía el mismo inútil resultado. Creyó que le iba a estallar la cabeza con tanto bocinazo persiguiéndola. Estaba a punto de arrojar la toalla y de pronto el coche arrancó. Clara dio gracias al cielo y fue soltando con mucho cuidado el embrague para que no se le volviese a calar el motor. Se puso en marcha. No se atrevió a mirar por los espejos retrovisores, por no ver las malas caras y peores gestos que la amenazaban a su espalda.
   Se situó en el carril de la derecha para no estorbar a los coches que le pisaban los talones. Un automóvil rojo que venía detrás de ella adelantó hasta situarse a su lado. El conductor hizo sonar la bocina para llamar la atención de Clara. Creyendo intuir las intenciones poco amistosas de aquel individuo sólo se atrevió a mirarlo por el rabillo del ojo. No le prestó mayor atención y siguió sin apartar la mirada del frente. El conductor del coche siguió insistiendo y Clara se volvió más reacia a acceder a las intenciones de aquel estúpido del coche rojo. No estaba dispuesta a darle el gustazo de mofarse de su falta de pericia a la hora de ponerse en marcha en los semáforos. No señor, y mucho menos ante sus narices. ¡Ni que fuera la primera vez que se le cala el coche a alguien en mitad de la calle! No estaba dispuesta a que aquel mamarracho se lo echara en cara. No le haría ni puñetero caso.
   ¡Otro semáforo en rojo! Aquello ya era demasiado para una sola tarde. El coche de Clara y el del impertinente conductor que la seguía a su vera se detuvieron a la par. El hombre siguió insistiendo con la bocina y ella siguió fingiendo indiferencia. ¿Qué se había creído aquel imbécil?
   Clara se hizo la desentendida jugando con el mando del dial de la radio del coche. De pronto oyó golpear en el cristal de su ventanilla. Como si la hubieran pinchado se volvió de repente. Se asustó al ver aquel rostro frente a ella, al otro lado del cristal. Pero hubo algo en aquella visión que hizo que el susto se mitigase de inmediato. La cara de aquel hombre, que ahora le sonreía, le era familiar. Clara no supo reaccionar y el individuo se dio cuenta de ello. Sin abandonar la sonrisa, le hizo señas para que abriera la ventanilla.
   -¿Clara? ¡Eres Clara!
   -Sí. Y tú eres…
   -Fernando.
   -Ya. Si lo sé…
   -Cuánto tiempo, ¿no?
   -¿De dónde sales, tú?
   -Ya ves… Vengo haciéndote señas desde el otro semáforo y tú sin hacerme caso. ¿Por qué no aparcamos y hablamos?
   -No puedo. Lo siento, Fernando. Tengo prisa, de verdad. Me gustaría, pero tengo prisa, cielo.
   La conversación, en aquellas circunstancias apremiantes, debía ser necesariamente escueta.
   -Podemos quedar para otra ocasión, ¿te parece, Clara?
   -Está bien -asintió ella, complaciente.
   -¿Cómo te puedo localizar?
   -No sé.
   El semáforo cambió a verde y ahora los bocinazos no eran sólo para Clara.
   -¿Por qué no me llamas? -propuso el hombre-. Mi teléfono viene en la guía, en las páginas amarillas, busca entre los médicos de la ciudad. Ya sabes: doctor Mistral. ¿Lo harás?
   -Seguro. Te lo prometo, Fernando.
   Clara recibió un guiño y una última complaciente sonrisa de Fernando. Después reinició la marcha, mirando por el espejo retrovisor cómo aquel hombre desaparecía devorado por la maraña del tráfico.
   Durante un rato Clara condujo como un autómata, sin control aparente sobre sus actos. Aquel encuentro casual con Fernando había alterado su conciencia. Sus sentidos vagaban perdidos por algún lugar del firmamento de Madrid, dejándose llevar por la indiferencia; envueltos en un halo de dulce intranscendencia, atrapados en un particular mundo ajeno a todo lo conocido. Después, cuando otra vez volvió a ser ella, reparó en el rictus de felicidad que la inconsciencia había dibujado en sus labios. Clara se halló de vuelta en este mundo, rememorando sentimientos no del todo olvidados, recuerdos no del todo dormidos, viejas emociones escondidas en algún lugar de su memoria.
   En un tiempo aquel hombre, que con su repentina aparición logró trasladarla a otra dimensión de su ser, fue la persona a la que Clara más había querido nunca.
   Se esforzó por recordar el tiempo que llevaban sin verse. ¡Veinte años! ¡Tanto tiempo! Demasiado, pensó ella. En una inmediata asociación de ideas, le vino a la mente la melodía de aquella canción que dice que veinte años no es nada.
   Clara se dejó llevar por el recuerdo de las notas y la letra de aquel viejo tango que, a ritmo de bandoneón, esbozaban su presente.

   “Volver…
   con la frente marchita.
   Las nieves del tiempo
   platearon mi sien”.
 
   Se asomó al espejo del quitasol para ver las huellas que los años habían dejado en su rostro. No supo definir los daños sufridos. Era posible que el aspecto de su semblante hubiera cambiado poco desde entonces. ¿Dónde estaban, pues, las huellas de esos veinte años? ¿En su alma? Sí, sin duda.

   “Sentir…
   que es un soplo la vida,
   que veinte años no es nada,
   que febril la mirada,
   errante en la sombra
   te busca y te nombra”.

   Clara ya no era aquella mujer veinte añera, instintiva, que Fernando conoció. Ahora estaba más cerca de los cincuenta, y su rostro, algo menos que su alma, también había cambiado; aunque ella no lo hubiera sabido apreciar en el espejo. Los veinte años transcurridos habían revestido a Clara con aquella serena hermosura de cuerpo y espíritu que el tiempo presta a las mujeres.

   “Vivir…
   con el alma aferrada
   a un dulce recuerdo
   que lloro otra vez”.

   ¡Fueron tantos los recuerdos! Y tantas las veces que los había reme-morado… Y más aún cuando rompieron y cada uno su fue por su lado. Entonces ella le amó en la memoria con tal intensidad que le dolía. Después, como siempre ocurre, la vida fue restañando la herida, aunque en falso, sí; pero, minuto a minuto, inexorablemente, fue echando tiempo a los recuerdos, hasta casi ahogarlos por completo. Otros hombres fueron ocupando su vida.
   “Veinte años no es nada… no es nada… no es nada…”
   La frase seguía repitiéndose en la cabeza de Clara, convertida en la banda sonora que acompañaba los recuerdos en los que ahora aparecía de nuevo Fernando. Aquellas imágenes, tanto tiempo guardadas en la caja de sus fantasías, pasaban ante ella al ritmo cadencioso de las notas del tango y Clara, imprudente, abandonó su cuerpo y su espíritu a los antojos de las quimeras.
   No vio venir el coche gris que cercenaría su vida. Y aunque lo hubiera visto, Clara no habría podido hacer nada por evitar el choque. Fue por culpa de otro semáforo en rojo. Éste no lo vio. No paró. Clara no lo vio, no paró, no estaba allí. Bailaba acurrucada entre los brazos de Fernando, bajo las estrellas, descalza sobre la cálida arena de una playa blanca, sintiendo su piel húmeda pegada a la piel húmeda de él. Sobredosis de dulce veneno. Fatal veneno. ¿Quién quiere despertar por culpa de un maldito semáforo en rojo? Clara no lo hizo. Y dejó este mundo para siempre.
   El lucero de la tarde empezaba a ser desdibujado por el reflejo de las luces artificiales de la calle Princesa. El cuerpo sin vida de Clara viajaba en una ambulancia, camino de la fría morgue de algún hospital de Madrid.



(II)



   Fernando llegó tarde a la clínica, con el mismo mal humor de los últimos días. Anoche había necesitado de nuevo de la ayuda de los somníferos para conciliar el sueño y ya empezaban a ser demasiados, así y todo durmió mal, estuvo dando vueltas en la cama, pensando otra vez en Clara.
   El recuerdo de ella le rondaba día y noche desde que la vio por casualidad en el coche.
   Aquel reencuentro, después de tanto tiempo, había trastocado su hasta entonces modélico y meticuloso ritmo emocional. Clara trajo consigo el caos a la vida de Fernando. Las emociones producidas por su recuerdo rompieron todos los esquemas en la mente del doctor. Él pensaba en ella continuamente, sin descanso. La había encontrado tan hermosa como alguna vez la recordó, quizás más aún. El paso del tiempo había contribuido a realzar la belleza de Clara, de su siempre añorada Clara. Fernando se había vuelto a enamorar locamente.
   El celador de la puerta le dio los buenos días sin obtener respuesta. Fernando se inclinó sobre el mostrador de la entrada y firmó en el parte de asistencias. Después siguió por el pasillo hacia los vestuarios, tratando de descifrar la amalgama de pensamientos, emociones y sensaciones que hervían en su mente.
   Desde el encuentro con Clara su vida no era la misma. Se había vuelto más retraído de lo normal, su humor había empeorado, vivía en un continuo ofuscamiento. Estaba realmente aturdido. No comía, no dormía, actuaba por pura inercia. Apenas se relacionaba con nadie, le molestaba la actitud de los demás, se sentía incómodo en la compañía de alguien. No quería nada ni nadie a su alrededor que pudiera distraerle de sus pensamientos hacia Clara.
   El cambio sufrido por Fernando no pasó desapercibido para nadie y menos aún para su esposa. Hubiese tenido que estar ciega para no advertirlo, y estaba muy preocupada por él. Nunca antes había visto tal cambio en el comportamiento y la actitud de su amado Fernando. Siempre dio muestras de ponderación y ecuanimidad, como esposo y padre, y de pronto se había convertido en alguien más bien vulgar, alelado, desconcertante, alejado de lo que era habitual en él. Ella, notablemente confundida por el comportamiento anómalo de Fernando, trató de interesarse por aquello que reconcomía a su esposo. No obtuvo de él ninguna respuesta aclaratoria, sólo consiguió exasperarlo aún más.
   Fernando se cambió rápidamente de ropa, apuró la taza del cargado café en la cocina de los vestuarios y salió hacia la sala de juntas de la clínica.
   Cuando llegó, ya hacía algún tiempo que el gerente del centro había empezado su alocución. Quiso sentarse en algún sitio sin llamar la atención, pero fue inútil. Su superior, al verle aparecer, dejó de hablar y clavó su mirada en él. Todos se volvieron para mirarle. Era la tercera vez en la última semana que llegaba tarde. El gesto de desaprobación que le dirigió el gerente hubiese hecho preocupar a cualquiera, pero a Fernando le pareció baladí. No le preocupaba nada que no fuese Clara. Su único interés era volver a verla, lo demás no le importaba lo mínimo.
   Clara se convirtió en su obsesión. Llegó al convencimiento de que su vida, sin ella, ya no valía tanto como había creído. Se dio cuenta de que todo lo que le rodeaba carecía de cualquier aliciente. Descubrió que su matrimonio con Pilar nunca había funcionado, que era pura apariencia. Se había estado engañando, porque no la quería tanto como pensaba y siempre dudó que ella le quisiera. Sus hijos se volvieron, de pronto, tan insoportables como la madre y no los aguantaba. Su trabajo no le satisfacía. Sus amigos no eran tal, eran de conveniencia y los detestaba. Todo su mundo se había venido abajo tras el reencuentro con los ojos verdes de Clara. El desconcierto que había introducido aquella mujer en la vida de Fernando era tal que todo se volvió patas arriba. Ahora veía todo de otra manera. Creyó descubrir el fraude en que se convirtió su vida, desde que rompieron aquella relación tan especial. Hacía tanto de aquello… Necesitaba volver a verla. Tal vez ella no llamase nunca. Se maldijo infinidad de veces por no haberse atrevido a pedirle su número de teléfono. Pero seguro que ella llamaría. Sí. Lo vio en los ojos de Clara al despedirse: seguro que llamaría. Ella se lo prometió. Pero ya habían transcurrido tres semanas y no llamaba. Quería volver a verla. Lo necesitaba.
   Fernando nunca se enteró de la muerte de Clara.
   Habrían de pasar unos cuantos días más, días grises, días de retrai-miento y melancolía, hasta que, una mañana, cuando había terminado su consulta y se disponía a salir hacia el quirófano, sonó el teléfono. La enfermera descolgó.
   -Dígame…
   A Fernando se le aceleró el pulso, como siempre que un aparato de aquellos sonaba. Miró ansioso a su ayudante, tratando de adivinar la respuesta que venía del otro lado del teléfono.
   -Es para usted, doctor -la enfermera le ofreció el auricular a Fernando.
   -¿Quién me llama? -preguntó a la ayudante con voz trémula, mientras cogía el aparato.
   La joven se encogió de hombros y le respondió, susurrando, que se trataba de una mujer.
   -¿Quién es? -interpeló Fernando.
   -¿Fernando? -preguntó la voz del otro lado.
   -Sí, soy yo -titubeó nervioso, creyendo por un instante haber reconocido la voz que le hablaba a través del teléfono.
   -Fernando, mi vida, soy yo.

Fin.

© Nicanor García Ordiz, 2009.

Faith (Microrrelato)


   Que la gloria de Alá sea contigo y con mis hijos, querida madre.
   Alégrate, madre, porque por fin estoy en Europa. La travesía hasta España fue horrible. He visto cosas que no quiero recordar. A pesar de todo ahora estoy contenta, pues ayer un hombre africano, bien relacionado en este país, me ofreció trabajo. Me ha adelantado dinero y prometido que me llevará esta tarde a un lugar al que aquí llaman lupanar, para que pueda empezar cuanto antes. Tengo curiosidad por saber de qué se trata y muchos deseos de comenzar para mandaros pronto algo de dinero. Creo que el Altísimo ha puesto a este hombre bueno en mi camino. He tenido mucha suerte. Sólo espero poder estar a la altura de su bondad y cumplir como es debido en el trabajo. La próxima semana volveré a escribirte.
   Que Alá os proteja y colme de bendiciones a ti y a mis niños.

   Faith.

Fin.

© Nicanor García Ordiz, 2010.
Safe Creative #1008187079351

Si volviera a nacer (Microrrelato)


   Tú me enseñaste el placer de la carne. Desde los quince años soy prostituta. Voy a cumplir los sesenta y siete y pienso morirme ejerciendo. No me arrepiento de nada. Si acaso, de no haber podido darte los tres hijos de aquellos frustrados embarazos. Sí, ya sé que tu posición lo desaconsejaba, pero me queda ese resquemor. Por lo demás, a Dios pongo por testigo de que si volviera a nacer volvería a ser puta. No es blasfemia, tú sabes, monseñor, lo mucho que disfruto con esta labor.


Fin.

© Nicanor García Ordiz, 2010.

Safe Creative #1008187078293

El filandón del renegado



   Hace frío, mucho frío de invierno, en este pueblo. Durante los cortos días de enero apenas si podemos ver el sol, las nubes pueden con él. Las nubes son muy traidoras. Lo mismo te están todo el santo día amenazando, que te llueven, que te granizan, que te nievan… ¡Como nadie las controla!, ¿sabe, usted?
   En este pueblo las nubes pasan el invierno y deben de encontrarse muy a gusto, las condenadas, porque hasta bien entrado el verano no nos abandonan. En primavera van y vienen, pero no te puedes fiar de ellas… No hay quien las entienda, oiga. Como a las mujeres.
   Dice el párroco que lo de las nubes es designio de Dios y que está en su poder el proveernos de ellas y el arrebatárnoslas. Yo digo que eso son paparruchas. Están ahí porque tienen que estar, porque siempre estuvieron. Fastidiando, eso sí, que fastidiar fastidian un rato. Aunque sea voluntad de Dios.
   Fíjese si son molestas que nunca sabes a qué carta quedarte con ellas. Sacas el paraguas y a lo peor haces el tonto, paseándolo todo el día, en balde, claro. O te lo dejas en casa y te cae un chaparrón de no te menees. Un auténtico despropósito, oiga. Claro que, en este pueblo, ya nos hemos acostumbrado.
   (…)
   No se crea, hay quien casi ha aprendido a adivinar las intenciones de las nubes. Dicen que las conocen por el color, la altura, por el viento y no sé qué del canto del grajo y la corneja. Difícil se me antoja, ¿sabe?, pero dicen que resulta. Vaya usted a saber. Yo, desde luego, no lo tengo tan claro. Lo único seguro, ¿sabe usted?, es que esos profetas van al campo y vuelven empapados de lluvia. ¿Y el paraguas? Les pregunto yo. ¡Videntes de pacotilla, oiga!
   El otro día, sin ir más allá, decía uno en la taberna que por las estrellas se podría saber el tiempo que haría. ¿Qué estrellas? -pregunté yo-. ¡Si en invierno, en este pueblo, no se ven las estrellas, ni la luna, ni nada! ¡Agoreros de poca monta!
   (…)
   He oído que por el resto del mundo no pasan tanto frío como aquí. Y puede que sea verdad, ¿sabe? De este pueblo se han ido muchos al extranjero y pocos son los que han regresado para quedarse. Sólo vienen a pasar unos días en el verano, cuando aprieta más el calor. Digo yo que será para no desacostumbrarse del clima de sus nuevas tierras.
   A mí también me ofrecieron marcharme fuera, al extranjero, ¿sabe?, pero dije que “nones”. Como aquí en ninguna parte. Aunque haga este frío.
   (…)
   Perdone usted…
   ¡Madre, eche unos palos a la lumbre! ¿No ve que se consume el rescoldo, mujer?
   Perdone, pero es que está algo sorda y estos fríos le taponan el entendimiento. No es nada importante. Cosa de la edad. Ya se sabe…
   (…)
   No sé que le estaba diciendo…
   (…)
   ¡Ah, sí! Pero no quise irme, no señor. Decían que en las Alemanias se estaba como Dios, ¿sabe usted? Pero ya se sabe: en todos los sitios cuecen habas, y más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer. ¿O no…? Pues, eso: que como en casa no se está en ningún lado; vamos, digo yo. ¿Usted qué cree?
   (…)
   ¡Hombre! Dicen que sí, que allí se gana más que aquí; pero para qué tanto. Aquí con unas castañas y unas berzas nos arreglamos, oiga. Y total, lo mismo da tener que no; para acabar como acabamos todos es mejor no tener nada, porque cuando estemos allí debajo, en el hoyo, de nada nos va a servir el dinero.
   (…)
   ¿Los que vienen detrás? ¡Que se las apañen como puedan, coño! No nos vamos a reventar trabajando toda la vida para que, cuando estés criando malvas, vengan otros a comerte el capital. Y para colmo que no sean ni de tu propia sangre, como le pasó al Plácido.
   (…)
   Qué iba a pasar. Mire usted: el Plácido se casó con la Herminia, la de Magín, y nunca tuvieron hijos. Dicen que era ella la que no valía. Eso yo no lo sé. El caso es que no tuvieron descendencia, ¿sabe? El Plácido estuvo toda su vida trabajando como un cabrón…
   (…)
   Perdone usted la expresión, pero es que fue así, coño. Se levantaba antes que el sol y volvía a casa después de que éste se pusiera. Todo el santo día peleando con la tierra y el ganado. Hasta que cayó enfermo. Una muy mala pulmonía. Y ya se sabe que las mojaduras que se cogen en el puto campo no son nada buenas y si las pillas en octubre… para qué le voy a contar.
   El caso es que la enfermedad pudo con él y tuvo que entregar, al fin, su vida. Se marchó con la cartera repleta y sin haber disfrutado un ápice del mucho dinero que amasó. Al hombre nunca se le vio por la taberna, ¿sabe? Nunca tomó un trago de vino con los amigos. Yo no recuerdo haberlo visto estrenar una camisa. Ni para la patrona, oiga.
   ¿Usted se acuerda de Plácido, madre?
   (…)
   ¡No se ha de acordar!
   Pues, bien, mire usted, buen hombre: hoy son los sobrinos del Plácido los que viven como reyes. ¿Y gracias a quién, eh…?
   Si es lo que yo digo: lo justo es más que suficiente. ¿Para qué más?
   (…)
   ¿En su pueblo hace tanto frío como aquí, oiga?
   (…)
   ¿De dónde me dijo que era?
   (…)
   Ah, no. No lo conozco, no señor. Yo nunca he salido del pueblo, ya se lo dije antes. ¡Miento! Una vez fui a la capital. Al poco de que me apuntaran para la mili. Fue cosa de esta pierna, ¿sabe? Tuve que ir a pasar un reconocimiento médico. Me dieron inútil para el servicio militar; por cojo, claro. Fue la única vez que salí de aquí.
   (…)
   No vi mucha cosa, no señor. Como todo lo que hice fue bajarme del tren y ellos se encargaron de conducirme al hospital, pues, no vi nada. Y a la vuelta lo mismo. Poca cosa. Casi mejor así, porque yo esto, lo del pueblo, lo llevo muy adentro y no me gustaría contaminarlo con otros recuerdos que no sean los de aquí. Si hubiera querido conocer mundo me habría ido a las Alemanias, pero… ¿para qué?
   ¿Tiene usted frío?
   (…)
   ¡Madre, eche más leña al fuego, que no se la van a cobrar, diantre!
   Pobre mujer. ¡Quién la ha visto y quién la ve! Mírela, toda achacosa y desmejorada. ¿Quién diría? Fue la mejor de toda la contorna. La mejor. Y no lo digo porque sea mi madre. No señor. Lo puede usted preguntar a cualquiera, oiga.
   De moza iba al monte y acarreaba ella sola unas pilas de leña que se fundía el firmamento. Las traía sobre sus espaldas, sí. Pregunte a cualquiera. Y manejando la yugada, ¡ay, amigo! Era una delicia verla arar. ¡Ya te digo! Pero… era muy mal hablada. Las cosas como son. Blasfemaba más que un carretero. Claro que ya se sabe: para domar a las bestias hay que soltar el resto, y cagarse en Dios siempre ayuda.
   Ahí donde la ve, fue una gran hembra; aunque me esté mal el decirlo. Tuvo fama de rompedora de corazones. Pregunte a cualquiera que la haya conocido…
   ¿Verdad que aún es guapa?
   (…)
   Una gran mujer, sí señor. Pero los años no pasan en balde para nadie, no señor.
   (…)
   Sí, señor. Las mujeres siempre me han gustado como al que más, pero a mí nunca me dio por casarme, aunque pude hacerlo, que conste. Mujeres no me faltaron. Pero, una vez que pasé el primer calentón… Ya se sabe que la cosa no es igual. Además, yo nunca fui comedor de plato único. Y terminas por llegar a una edad en la que ni yo para ti ni tú para mí, oiga.
   A todas las quise de verdad, de corazón, pero creo que no todo el mundo sirve para el matrimonio. Mire, sino, los curas. Y no será porque no les gustan las mujeres. Hay casos en los que han dejado el sacerdocio para casarse. Que lo sé. Casi siempre obligados, eso sí.
   ¿Se acuerda del cura de Villasimpliz, madre?
   (…)
   ¡No se ha de acordar, mujer!
   Sí que se acuerda.
   ¡Menudo pájaro!
   Mire lo que le voy a decir… acérquese.
   En confianza: ahí donde la ve, detrás de ella anduvo el cura ése.
   (…)
   ¡Chist…! A ella no le gusta que se digan estas cosas. Pero es verdad. ¡Menudo pájaro el cura de Villasimpliz!
   Es lo que yo digo, oiga, ¿a qué tanto esconderse, si todos los hombres meamos cara a la pared? Le diré que los curas son los peores, sí.
   (…)
   Porque tienen el don de la palabra y saben engatusar a las mujeres diciéndoles cosas bonitas. Y a los hombres también, que los hay que hacen a pelo y a pluma. ¡Menudos son!
   No juegan limpio. Son más listos que el resto de los mortales, y ellos lo saben y, para colmo, no tienen nada que perder. ¿Qué les puede pasar? Si dejan a alguna preñada saben cómo escurrir el bulto. Si es soltera y se encoñan con ella, pues, puede que se casen. Si la desgraciada es casada, pues, hacen lo que el cuco: que otro pájaro críe al pollo.
   Lo normal es que no corran riesgos y para eso se meten con las casadas, pero de cuando en cuando no les viene mal un bocado de carne fresca. ¡Menudos hijos de puta! Son un rato listos, oiga. Además no tienen nada que perder, porque a ellos, dicen, todo se lo perdona Dios, ¿o no? Tienen inmunidad divina. ¿No se dice así?
   (…)
   Todo el mundo sabe que son de picha fácil. Perdón por la expresión, señor. Pero es así. Como están siempre tan holgados… La ociosidad es la madre de muchos vicios, ¿sabe? Esto ya me lo enseñaron a mí en la escuela.
   Siempre he desconfiado de los curas. No puedo decir lo contrario. Eso de que prediquen una cosa y hagan lo opuesto, no me cuece, no señor. Soy muy mirado para esas cosas. Me gusta la gente que viene de frente, con la mirada limpia, oiga. No soporto la hipocresía, y los curas son muy hipócritas. ¡Ojo, que no me escondo para decirlo! ¡Son unos hijos de puta! Y que no me digan que no les gustan las mujeres. Como al que más, oiga. Y también los hay que se pirran por los hombres. ¡Maricones de mierda! Aunque después se den golpes en el pecho y entonen el mea culpa, por aquello del sexto mandamiento. Y no me escondo para decirlo, no, que yo no soy de ésos que tiran la piedra y esconden la mano, no señor.
   Mire: ahí donde la ve, a mi madre, el cura de Villasimpliz la rondó como un perro en celo. Dicen que babeaba más que un caracol. Andaba todo el día con la picha tiesa, el muy hijo de puta. Hasta de casada la tentó el muy cabrón. Hay lenguas que dicen que se salió con la suya. No lo sé, ni me importa, ¿sabe? Nunca se lo he preguntado a mi madre, ni lo haré. Y no le ocultaré, puestos a decir, que hay quien asegura que yo soy hijo del tal individuo. No me preocupa lo mínimo, hoy ya no; pero en tiempos… Y como a mi padre legal, que en gloria esté, no pareció importarle nada tales habladurías, pues, a mí tampoco. Aunque hubo algún listo que le gustaba picarme, recordándome que era hijo del cura de Villasimpliz. De no ser porque soy de buen talante, se pudo haber armado la de San Quintín. Pero ya pasó, ya nadie se acuerda de aquello.
   (…)
   No, señor. Yo nunca me he peleado con nadie. Le he dicho que soy de buen talante. Además, ¿de qué habría servido pegarme con nadie, si, siendo del pueblo, tarde o temprano habríamos de andar juntos?
   Aquí no hay mala gente, ¿sabe usted? Un poco habladores, puede ser. Pero sin mala leche. Casi todos somos familia. En estos pueblos pequeños ya se sabe… ¿En el suyo no pasa lo mismo?
   (…)
   Pero, beba usted. ¿No le gusta el vino?
   (…)
   Pues, beba, hombre, beba. Que el vino viene bien para quitar el frío. De todos modos ya se nota que tira algo más la lumbre, ¿verdad?
   Como le decía: aquí no hay mala gente. Claro que siempre hay algún garbanzo negro, pero nunca se ha echado a perder el cocido por ellos. Usted me entiende, ¿verdad? Por otro lado ocurre que hace mucho tiempo que no vienen gentes de fuera a vivir al pueblo. Desde los años sesenta, si mal no recuerdo. Y eso, quieras que no, evita muchos problemas. Sí, porque hasta que terminas de conocerles siempre hay desconfianzas, ¿sabe? Hay un tira y afloja. Sus más y sus menos con la convivencia. Pero no se vaya a creer: eso mismo ocurre con los animales. Ponga usted a un bicho nuevo dentro de una manada, verá cómo reaccionan los otros. Seguro que hay pelea. Nosotros, los humanos, somos iguales, o casi. En poco nos diferenciamos de los bichos. A los únicos forasteros que parece que se reciben con cierto agrado son al cura, al maestro y al médico, oiga. Y es lógico, ¿verdad?, porque interesan. Aunque hubo un maestro que aquí no cayó muy bien.
   ¿Se acuerda de don Ramiro, madre?
   (…)
   ¿Quién ha de ser don Ramiro? El maestro, madre. ¡Don Ramiro, el maestro!
   ¿Cómo no se ha de acordar?
   Pues no cayó bien, no señor. Decían que era rojo. Y en aquel tiempo, como usted sabrá, eso no estaba bien visto. No duró mucho en el pueblo.
   ¿Cuánto tiempo estuvo don Ramiro en el pueblo, madre?
   (…)
   Tres años no es nada. Lo largaron pronto. Pero dejó semilla, ¿sabe usted? El hijo de un vecino, el Ramón, con el tiempo se metió en las izquierdas y hoy es algo de la política, en Madrid. ¡Qué cosas, verdad! Todo se pega.
   Del tal don Ramiro nunca se supo más. Hay quien dice, yo no lo sé, que se marchó escapado para las Américas. A mí, particularmente, no me pareció nunca mala persona. Pero ya se sabe que allá van leyes donde quieren reyes. No eran buenos tiempos para tener ideas propias.
   Hoy, verdad, es otra cosa. Mucho mejor así, ¿no le parece? Yo no entiendo mucho de eso, pero creo que lo de la democracia no es mal asunto, no señor. Lo que oigo por la tele, ¿sabe?
   (…)
   Ya está dando el reloj de la torre las siete. Perdone…
   ¡Madre, que son las siete! ¡Que ese reloj de pared atrasa!
   Aquí, en casa, nos guiamos por el reloj de la iglesia. Es un lujo tener reloj en la torre y que funcione, claro. Ningún pueblo de la contorna lo tiene. Ni iglesia tan lujosa como la nuestra. Es la envidia de la comarca. Ha tenido que pasar usted al pie de ella. ¿No se fijó?
   (…)
   Sí señor, muy grande. Pues, si la ve usted por dentro, parece más enorme todavía. Dicen que por la luz de las vidrieras. A mí me gusta ir a la iglesia por verlas, nada más. Si tiene ocasión no deje de visitarla. Es impresionante. Aunque, hubo un tiempo en que yo llegué a cogerle manía. Hasta me molestaba que estuviera situada en mitad de la plaza mayor. Llegué a tirarle piedras contra las cristaleras. Menos mal que son gruesas y nunca rompí ninguna.
   Fue una especie de fiebre que me sobrevino por el odio que les profesaba a los curas. Sobre todo desde que me enteré de lo de mi madre con el de Villasimpliz. En confianza le diré -sin que esto salga de aquí- que llegué a mearme en la pila bautismal.
   (…)
   ¡Cómo lo oye!
   Verá usted… La cosa fue así: No tendría yo más de trece o catorce años. Pese a mi corta edad, tenía un gran poder de convicción y había logrado que mis amigos tuvieran mis mismas creencias y opiniones acerca de los curas y la religión. Pues, bien. Aquel día el Sebas, Pepón y un servidor merodeábamos ociosos por los alrededores de la iglesia. Seguramente pensando en nidos o en chavalas, o en las dos cosas; no sé. Al pasar por delante del templo vimos que la puerta estaba entreabierta. Yo, con el descaro y la poca vergüenza que dan los pocos años, me asomé adentro, por ver quién había. No vi a nadie, oiga. Entramos con sigilo. Avanzamos despacio por el pasillo central hacia el altar mayor. Íbamos con mucha precaución, con miedo de que alguien nos pudiera ver. Pepón, que iba delante, se detuvo en seco. Nosotros nos paramos tras él, expectantes por su reacción repentina. Con gestos nos indicó que no nos moviéramos. Eso nos alertó más aún. El Sebas y yo dejamos de respirar, por no hacer ruido. Agudizamos todos los sentidos, a la espera de lo inesperado. Y entonces ocurrió. Pepón soltó un pedo que retumbó en todo el templo como un trueno. Los tres nos carcajeamos hasta caer al suelo de la risa, en mitad de la iglesia.
   Cuando pudimos reponernos, no se nos ocurrió otra cosa que seguir profanando el lugar con nuestras guarradas y fue cuando se me ocurrió mear en la pila. La misma donde nos pusieron nombre a los tres.
   (…)
   ¿Marranada? ¿Qué diría si le digo que Pepón se cagó en el coro?
   (…)
   Son cosas de chavales, ya se sabe. Después nos fuimos de la iglesia, llenos de júbilo por la hazaña que hicimos. Lo cierto es que, con el paso del tiempo, llegué a arrepentirme.
   (…)
   ¿Sacrilegio? Ya no tiene remedio. Lo hecho hecho está. Sí, señor. ¿Y qué? ¿Qué me puede pasar? ¡Que me excomulguen, oiga! Para lo que tengo que perder…
   (…)
   ¿Qué vida eterna? Mire lo que le digo, buen hombre: al asno muerto, la cebada al rabo.
   (…)
   ¿Creyente, yo? Mire, eso va en días. Depende de la necesidad de encomendarme.
   (…)
   ¡Claro que es interesado el asunto! Pero práctico, oiga. ¿Conoce a alguien que no lo haga así? Aquí cada uno saltamos cuando nos pisan, o lo que es lo mismo: nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena. Yo soy muy franco. Me gusta llamar a las cosas por su nombre: al pan, pan y al vino, vino. Así debe ser.
   Si llego a saber que le iba a sentar tan mal la anécdota no se la cuento, oiga. No hay que tomarse las cosas tan en serio. Son chiquilladas. Peor hubiera sido prenderle fuego a la iglesia, ¿no cree? Con la excusa de la guerra civil se prendieron muchas. Los rojos no dejaron piedra sobre piedra en la de Villar de Arriba. Tampoco eran muy partidarios de curas, ni de iglesias.
   (…)
   ¿Yo? No, señor. Yo no soy rojo. A mí eso de la política no me va. En la guerra no tomé partido por nadie. En mi casa lo mismo entran unos que otros, nunca se le cerró la puerta a nadie. Aquí, en el pueblo, no hubo ningún problema entre vecinos. Cada uno tenía sus ideas y a nadie se le molestó por ello. Un par de primos míos se apuntaron voluntarios y se fueron al frente. Cuando volvieron contaron que no habían matado una mosca. Yo creo que esos dos se fueron a la guerra por ver mundo. ¡Anda que tenían ganas de pegar tiros! Si nunca rompieron un plato, oiga. Es lo que le dije: se fueron por conocer mundo.
   ¿Qué…, ya no tendrá frío? Ahora se está bien aquí. Fuera no parece que quiera escampar. Creo que no va a tener usted más remedio que quedarse a pasar la noche con nosotros.
   (…)
   No es molestia, oiga.
   ¡Madre, traiga usted unos leños!
   Atizaremos un poco más la lumbre.
   Es usted poco bebedor. ¿Acaso no le gusta este vino? Mire que es cien por cien casero, oiga. Yo no le ofrezco cualquier cosa, ¿sabe usted? En este pueblo siempre se ha hecho muy buen vino. También buenos bebedores.
   ¿Se acuerda usted de Braulio, madre? El del tío Nicolás.
   (…)
   No se ha de acordar, mujer.
   Mire usted: al Braulio se le pasó la cabeza de rosca de una borrachera que pilló.
   ¿Recuerda la borrachera del Braulio, madre?
   Yo creo que no fue solamente vino lo que bebió. Para mí que se lo adulteraron. ¿De qué, sino…? Anda que no llevaba cogidas borracheras, el Braulio. Salía a una por domingo. Eso sí, eh…, el lunes a trabajar como el que más.
   Ese día fatídico hubo una apuesta por entre medias. Fue en la taberna, ¿sabe usted? Le porfiaron al Braulio que no sería capaz de dar una vuelta en rededor de la iglesia, orinando sin parar. Ya ve, usted. En este pueblo las grandes hazañas siempre tienen que ver con la dichosa iglesia.
   Braulio aceptó. Con la condición de que le dejaran beber lo que fuera menester hasta llenar la vejiga. ¡Fueron casi cinco litros de vino los que se bebió!
   En este pueblo las apuestas son muy celebradas; así que todos los hombres que estábamos en la taberna salimos para la iglesia, tras Braulio. Cuando llegamos el tal Braulio se sacó la picha y comenzó a andar, orinando.
   Iba así: con la minga en la mano, de lado a lado, pegando costalazos contra la pared de la iglesia. Se movía como un barco en una tormenta. Todo el mundo le jaleaba. Se formó un alboroto de tres pares de narices. La gente aplaudiendo. El Braulio tambaleándose, con la picha en la mano, sin dejar de mear, como buenamente podía.
   Le faltaban escasos diez pasos para llegar a la meta cuando cayó fulminado, oiga.
   Cuando se hubo incorporado ya no era el mismo. Y así se quedó para siempre: pasado de rosca. Después vinieron las habladurías. Hubo quien aseguró que fue un castigo de Dios, por mearse en la pared de la iglesia, ¿sabe? Otros dijeron que fue de contenerse la orina en la vejiga. Yo sigo pensando que le adulteraron el vino. Y fue alguien que no quiso perder la apuesta, seguro.
   En este pueblo, como puede ver, ocurren cosas muy curiosas.
   (…)
   Me río porque me estoy acordando de la noche en que hicieron salir al cura, en calzoncillos, por la ventana de su casa.
   (…)
   Unos que quisieron gastarle una inocentada…
   ¡Deje ese plato ahí, madre! ¿Adónde va con él, mujer? ¡Será posible!
   No se les ocurrió nada mejor que llamar a la puerta del cura, a las dos de la madrugada. Gritaron anunciando que había fuego en la casa. El cura salió como un rayo por la ventana de su dormitorio, que parecía que le iba a arder el culo, oiga. Pero esto de ver al párroco salir casi en pelota no fue la mayor sorpresa, no. Lo mejor fue ver salir tras él a la sirvienta, ¡y en pelota picada, oiga! ¡Menudas ubres las de la Tomasa!
   El cura, al saberse burlado y hallarse en aquel estado, no sabía dónde meterse y la Tomasa…, no quiero ni contarle.
   Esto, como puede ver, viene un poco a cuento de lo que le dije antes sobre los curas. Muchos golpes de pecho y muchas monsergas. Llevan a rajatabla lo de a Dios rogando y con el mazo dando. Pero con el mazo que les cuelga entre las piernas, oiga. ¿Me entiende, no? Más claro, agua.
   Yo no me opongo a que lo hagan, que del cielo abajo cada uno jode con su carajo. Que forniquen todo lo que quieran, que con quién no ha de faltarles, pero que luego no vengan a meter miedo a los demás, oiga. No son buena gente, coño. No sabe usted lo que me molesta el fariseísmo de estos individuos. Cuando les pica se rascan, como cualquier hijo de vecino. ¡Pues, que jodan y dejen joder! ¿O no?
   Perdone mi atrevimiento, pero es que me gusta hablar claro, ¿sabe? Se creen que los demás nos chupamos el dedo. Pues ya no estamos en los tiempos de Maricastaña, oiga. Que se corten un poco, coño. Que ya no pueden hacer y deshacer a su antojo, sin que nadie proteste. ¡Eso se acabó! ¡Aquí decimos lo que nos da la gana!
   (…)
   ¡Cállese, madre! ¡No pasa nada, mujer!
   (…)
   ¡La loca será usted, coña! ¡Grito porque quiero! ¡Porque estoy en mi casa, ¿se entera?!
   ¿Lo ve usted? Todavía queda gente que se cree que te van a meter preso por hablar, o en el manicomio.
   ¡Eso era antes, madre!
   Perdone que sea tan franco, oiga, pero a mí me gustan las cosas claras y el chocolate espeso, ¿sabe? Me enciendo hablando de los hijos de puta de los curas. No lo puedo remediar. Perdone si le molesto, pero es que los tengo aquí, atravesados como una espina que me arde.
   Si por mí fuera los habría echado de España, como hicieron ellos con los judíos. Total para lo que sirven… ¡Que los cuelguen a todos!
   No me cuecen. No lo puedo remediar.
   Dejémoslo estar. Me ciego… ¿sabe usted?
   (…)
   ¡Bueno, madre! ¡Ya está! Ya me callo, coño.
   ¿Se le ha quitado el frió, oiga?
   (…)
   Es lo malo de estos hogares. Te calientas por delante, pero la espalda…
   Este pueblo es muy malo para pasar el invierno. Pasan meses y meses sin poder ver el color del sol. Si es caso a últimos de febrero, para darle la razón al refrán que dice que en febrero, un rato al sol y otro al humero. Hay años que ni eso. Sólo vemos el sol pintado en los calendarios. Con lo que anima el astro rey, ¿verdad? Aquí, ya ve, nos pasamos los inviernos así: arrimados a la lumbre, contando nuestras cosas y haciendo planes para cuando llegue la primavera.
   Voy a contarle una anécdota que ocurrió hace unos cuantos años en el pueblo, con unos desconocidos que por aquí pasaron. Pero antes debe darle un tiento a esa bota de vino. ¡Vamos!
   Resultó que llegaron dos hombres al pueblo. Eran cazadores. Como usted. También venían muertos de frío y empapados por la lluvia. Llegaron al atardecer y, en lugar de pedir auxilio a cualquiera del lugar, se metieron, a escondidas, en el establo del Mateo. Subieron al pajar a resguardarse y pasar la noche. Se acomodaron entre el heno y al calor de la hierba seca se durmieron.
   Entrada la noche fue el Mateo a servir forraje al ganado. Los dos hombres roncaban, arriba en el pajar. El Mateo se asustó al oír los ronquidos, ¿sabe usted? Creyó que se trataba de los gruñidos de alguna alimaña que acechaba para comerse a sus vacas. Intimidado por los ruidos salió pitando de allí, en busca de ayuda.
   Para estas cosas aquí somos como una piña. En caso de apuro nos apuntamos todos a socorrer al necesitado y no nos amedrentamos por nada.
   Aquella noche, el Mateo, corrió al campanario, a tocar a arrebato, que es lo que se hace en casos de emergencia. Al poco nos juntamos todo el pueblo en la plaza. El Mateo nos puso al corriente. Nos faltó tiempo para armarnos hasta los dientes, oiga. Y para allá nos fuimos. Los hombres delante, con palos y escopetas. Las mujeres detrás, afilando cuchillos para despellejar a las fieras. Aquí se lleva mucho el hacer zurrones y gorros con la piel de las alimañas. Nos gusta más la piel del lobo, aunque a la del zorro no le hacemos ascos.
   (…)
   ¿Qué pasó? Una tragedia, oiga.
   ¡Madre, ¿se acuerda de lo del pajar del Mateo?!
   (…)
   ¡No se iba a acordar! Si ella también llevó una perdigonada en toda la nalga. Lo que pasa es que el frío le duerme el sentido.
   Ya le digo que fue una verdadera tragedia. Los dos hombres se despertaron por la algarabía que habíamos formado para amedrentar a las fieras. Tanto se asustaron que debieron temer por sus vidas. Pensarían que nos los íbamos a comer crudos, digo yo. El caso es que, al verse acorralados, se echaron las escopetas a la cara y dispararon al bulto.
   ¡Una tragedia, oiga! ¡Una verdadera carnicería! Uno de ellos traía una escopeta de esas de repetición. Disparó cinco tiros. Cinco él y dos el compañero. Siete tiros que sonaron en la oscuridad de la tija a muerte y horror. Murieron cuatro hombres del pueblo y unos cuantos más fueron heridos. ¡Una desgracia, oiga!
   Desde entonces, aquí, los cazadores no son muy bien vistos, ¿sabe usted? Nos traen muy malos recuerdos, ¿sabe? Vienen con armas muy peligrosas, ¿sabe usted? Yo digo que las carga el diablo. Hay que tener mucho cuidado con ellas, ¿sabe? ¿Ésta suya está cargada?
   (…)
   Pues no debería usted tenerla así, ¿sabe? Porque mire: si yo la tomo así… Y se me ocurre apuntarle a usted, así. La condenada arma se me puede disparar… ¡Así!
   Ya está.
   ¡Madre, avise al alcalde, que ya cayó otro!
   ¡Que avise al alcalde, sorda!
   ¡Con el frío que hace en este pueblo, ¿a qué coño vendrán estos forasteros?! ¡Pájaros de mal agüero! Eso es lo que son.
   ¿Y usted, lector, no le he contado lo que hicimos con los cazadores del pajar, verdad? Pues para otro día.

Fin.

© Nicanor García Ordiz, 2009.

Por quererte






Acto Primero


   -Hoy tampoco lloverá -dijo Marta, mirando por la ventana del salón.
   -¿Y qué? ¿A quién le importa si va a llover o no? -preguntó su marido con indiferencia.
   -Y nada, hombre. Sólo pensaba en voz alta.
   -Procura no decir lo que piensas. Así no molestarás.
   -Perdona. No quería…
   -¡Tú nunca quieres, pero siempre haces! ¡Siempre tocándome los cojones!
   -Perdona, ¿vale?
   -¡Olvídame!



Acto Segundo



   -Ya cae la noche. Ya se ven las primeras estrellas –volvió a pensar Marta, otra vez en voz alta.
   -Ya vuelves con tus bobadas -farfulló Marcos, su marido.
   -Desde luego, cómo eres… No puedo ni hablar delante de ti. Me siento extraña en mi casa.
   -¡A mí qué me importa! ¡¿A quién le importa cómo te sientas?! Tonta del culo, que eres una puta tonta del puto culo -dijo él, irritado.
   -¿Marcos, tú me quieres? –preguntó Marta, ignorando las palabras de su marido.
   -¡Déjate de chorradas y olvídame, anda!
   -Yo a ti sí. Ya lo sabes. Siempre te he querido, más que a mi vida. ¿Me puedes dar un beso, por favor?
   -¡No te acerques!
   -Te besaré yo, ¿vale?
   -¡No!
   Marta acercó su cara a la de Marcos.
   -¡Quita! -Marcos apartó bruscamente la cara de Marta.
   -¿Por qué no me dejas que te bese? Me apetecía besarte…
   -¡Me tienes harto!
   -Yo te quiero, Marcos. Ya lo sabes.
   -Pues yo no te soporto, joder.
   -No tienes que mosquearte por eso, ni tratarme tan mal como lo haces.
   -Te trato como quiero, ¿vale?
   -No te doy motivos para que seas así conmigo.
   -¿Y qué? No me hacen falta motivos para hacer lo que quiera contigo, y si no estás conforme ya sabes lo que te queda, ¡puerta!
   -Eres cruel.
   -¡Que me olvides, coño!
   -Quisiera poder hacerlo. De verdad que a veces me gustaría poder olvidarte, pero te quiero demasiado.
   -¡Entonces muérete! Así me olvidarás.
   -Te quiero, Marcos. No puedo evitarlo.
   Marcos agarró a su esposa por el pelo y la zarandeó repetidas veces.
   -¡No me quieras, joder! ¡Esto es para que veas que yo no quiero que me quieras!
   -¡Te quiero! ¡Te quiero! -insistió ella, sollozando.
   Él, desaforado, comenzó a propinarle golpes con los puños y las rodillas.
   -¡Toma! -gritaba, sin dejar de golpearla.
   -¡Aunque me mates, te seguiré queriendo, Marcos!
   -¡Eres una hija de puta! ¡No me quieras! ¡Toma! ¡No me quieras! -Marcos no dejaba de gritar y de pegar a Marta.
   -¡No me pegues, Marcos! ¡No me pegues más! -suplicó ella.
   -¡Voy a matarte, ¿sabes?! ¡Toma! ¡Puta! ¡Toma!
   -¡Te lo ruego, Marcos!
   -¡Eres una puta! ¡Eres una hija de puta! ¡Tan puta como toda tu puta familia! ¡Toma y toma! -él se cegó pegándole.
   -¡Los vecinos, Marcos! ¡No grites, por Dios! -dijo Marta, entre lágrimas, mientras trataba de cubrir su cuerpo con las manos, para mitigar el daño que le hacía los golpes de su marido.



Acto Tercero



   -Eres un salvaje. Me has hecho sangrar…, mira –Marta tenía la cara enrojecida y sangraba por la nariz.
   -¡Déjame en paz! Eso no es nada. Si no te vas de aquí te mataré –respondió él, recobrando el aliento perdido por el esfuerzo de haberle pegado.
   -¿Adónde iré? –preguntó ella.
   -Donde quieras, pero te llevas a tus hijos contigo -sentenció su marido.
   -También son tus hijos.
   -¡No los quiero, ni a ellos ni a ti!
   -No tenemos adonde ir y está oscureciendo.
   -¡Búscate la vida! ¿Vale? No quiero volver a veros nunca.
   -No puedo irme, Marcos.
   -¡Que te vayas! ¡Lárgate, hostias! ¡Vete! ¡Vete!
   -¡No me pegues! ¡No me pegues, por Dios! ¡No más! ¡No más! ¡Marcos! ¡No más!


Acto Cuarto



   -¡Mamá! ¡Mamá!
   Carlitos y Mirian, los hijos del matrimonio, aparecieron llorando en el dormitorio de la pareja.
   -¡Los niños, Marcos!
   -¡Mierda!
   -Venid, hijos. Abrazadme. No lloréis. No pasa nada. -Marta extendió sus brazos hacia los niños.
   -¡Iros a la mierda! ¡Dejadme en paz! ¡Fuera de aquí! -Marcos quiso apartar a los niños de los brazos de su madre.
   -¡No toques a los críos, Marcos! No los toques. Mátame a mí, pero a ellos déjalos tranquilos.
   -¡Eres una puta madraza! ¡Toma!
   -¡Marcos, no!
   -¡Sí, sí! ¡Toma y toma! ¡Marcos sí, Marcos sí! ¡Voy a matarte, cabrona! -Marcos volvió a ensañarse y no paró de golpear a Marta, sin importarle la presencia de los niños.
   -¡Delante de los niños no! ¡Por Dios! -suplicó ella.
   -¡Mamá, mamá! -gritaron los niños desesperados, tratando de asirse a la ropa de su madre.
   -¡Largaos de aquí, coño! -Marcos se dirigió a los niños, enrojecido por la ira.
   -¡Mamá, mamá!
   -¡Vámonos de aquí, hijos!
   -¡Iros ya a la puta calle!



Acto Quinto



   -Adiós, Marcos.
   -¿Adónde crees que vas con esa maleta?
   -Lejos, donde no puedas hacernos más daño.
   -No irás a ninguna parte.
   -Tú no me quieres. Me has echado. Lo sabes muy bien.
   -Como te vayas te mato.
   -¿De verdad, no quieres que me vaya, Marcos? -Marta clavó sus ojos llenos de esperanza en él.
   -¡Cállate, puta!

Fin.

© Nicanor García Ordiz, 2009.