Jilgueros en los ojos



     ¿Quién le prestó atención cuando cruzó por entre la gente de la procesión, en dirección contraria? Nadie, salvo la niñita rubia. Viejo perturbado, viejo loco que camina arrastrando los pies y hablando solo. Mala conciencia debe tener, con lo que le hizo a aquel pobre portugués. ¿Cómo no va a recelar de su propia vida? Además, a los mineros que llegan a viejos, a muy viejos, como éste, se les vuelven los sesos tan negros y secos como sus propios pulmones, y no es para menos, no.
     Martín tiene la cabeza loca, de viejo doliente. Sí, porque piensa con regresar a ser niño. Cómo no. Pretende así, el infeliz, emborronar su pasado y reemprender de nuevo el camino, como si tal cosa.
     Cuenta que ya pasó mucho. Lo cierto es que nadie le ha oído hablar nunca de su aflicción. La sufre para sí, que bastante le ha marcado al desdichado. Pero todos la saben, para qué nos vamos a engañar.
     Pasa por entre la muchedumbre de la procesión, entre las gentes de mi Matachana querida, encorvado, arrastrando los pies; siempre arrastra los pies. Pobre loco, ¿no ve que tropieza con todos?
     -Martín, vas al revés -le decía la niña del pelo rubio, antes de que su mamá tirara de ella para apartarla de junto al viejo.
     -Vas al revés, Martín, como siempre.
     Pobre loco. No le importa, sólo busca confundirse entre la gente; fundirse con la gente y dejar de ser Martín, el viejo minero.
     -¿Adónde vas, Martín?
     A Martín también le ocurre que oye voces. Dice que desde lo del incidente del luso en la mina, pero el viejo minero no es un hombre peligroso, pese al color oliva de su piel y a los ojos resecos que parecen que miran para dentro y a aquellas cicatrices que el carbón pintó en su cara, desde la frente hasta la barbilla y en sus sucias manonas. Bastante tiene con reconcomerse la cabeza, con cuidar de su gato pelón, con buscar setas, aunque no sea temporada; además, Martín, no es amigo de conversar con nadie; si acaso algo con los niños y las niñas de la escuela, al recreo; aunque hay quien opina que eso no reporta nada bueno a las criaturas. Y otros dicen: Martín, ¿no es el carcamal más pacífico de este Bierzo alto?, ¿por qué lo infaman? Retraído y viejo, ya tiene más que suficiente para él. Pobre, no hace daño a nadie. Que bebe un poco, ¿y qué? ¡Que no lo vendan! ¿Que a él le hace daño? Bueno, más daño le hace la pena. Así la adormece, y él no se mete con nadie, ¿o sí? ¡Entonces! Ya ves, ¿qué puede decirles a los colegiales?, si hasta ellos mismos lo buscan cuando lo ven pasar sin detenerse.
     -Por ahí no, viejo. Vas al revés.
     -Déjalo.
     Regresa como a las tres, después del baile vermú, empapado de vino y rostros. Rostros de gente endomingada. Qué bonita es la gente endomingada, Martín, y el vino de fiesta qué bien sabe. Lacryma Christi, siempre en el bolsillo de la americana de Martín.
     Ahora a dormir la siesta. Blanqueada la memoria por el alcohol; perforadas las tripas por el hambre; las gotas de miedo asomando en la frente y paz, mucha paz entre aquellas cuatro paredes desnudas. Ahí tienen: está como una cabra, se acuesta con zapatos y la barriga vacía de pan y a saber si le dará de comer al gato pelón.
     Hoy tampoco fue a setas. Hay fiesta en mi pueblo y hay gentío, eso es mejor que pasar todo el día registrando el pasto verde, los escaramujos y los zarzales, en busca de hongos con olor a harina, a manzanas verdes, a patatas hervidas. Hoy no volverá del monte con su canasta de mimbre dulce, repleta de olores; con los sempiternos zapatos negros, de cordones deshilachados, desatados y empapados de lluvia de rocío hasta las rodillas.
     Después de la siesta, cuando las palabras del portugués le hayan perforado los tímpanos, vuelve a salir, solicitando quehacer que ahuyente de sí los lacónicos pensamientos que le corroen la vida; y Misco, el gato pelón, le sale al encuentro, a la puerta de la casa, maullando bajito, se le acerca zalamero a restregar sus perfiladas costillas en la pernera del pantalón mil rayas; ronronea mendigando su ración de cariño, y Martín, con ternura, agachado, más encorvado de lo habitual, le acaricia con su manona pintada para siempre de carbón. Misco le agradece al viejo la carantoña, dejándole a cambio una maraña de su pelo gris, prendida en el pantalón. Al minero no le gusta el obsequio de su gato y se lo hace saber propinándole un puntapié en los cuartos traseros. El animal sale rebotado entre maullidos lastimeros y signos de contenida rebeldía. Parece mentira, llevan tantos años juntos y esa relación de amor y odio les hace cada vez más inseparables. Pobre gato pelón. Si los gatos se recordaran, pensó Martín, pero sólo a nosotros se nos ha concedido esa licencia. Mejor para ellos. Están a salvo de cargar con una vida tortuosa, como la mía. Apolillada por las remembranzas de aquel luctuoso día en la mina.
     -Déjame, portugués, déjame ya. No ves que voy a la fiesta -le dijo el viejo loco al viento-. ¿No entiendes que no quiero saber nada de ti, condenado? ¿No ves que me cansas? Déjame en paz, por Dios.
     El cielo azul había tornado el color durante la siesta. Mudó su velo. Estaba de un gris plomizo. Amenazaba con aguar la tarde. El viento se había envalentonado y se atrevía a levantar, impune, las sayas de las mujeres. Los chiquillos todos corrían tras ellas para mirarles las piernas blancas y rechonchas que la ventolera ponía al descubierto.
     A Martín se le volvió pastoso el gusto, por la humedad que se palpaba en el clima de la tarde. Se le entrometieron recuerdos de otros ambientes más cargados de polvo y aire caliente, de luces que cambiaban la aureola del carbón en estrellas suspendidas en la atmósfera de la mina. Remembranzas de palabras que se dibujan blancas contra el rostro tiznado del joven compañero de fatigas, tratando de hacerse inteligibles entre el ruido imperturbable de los martillos neumáticos que manejan los otros picadores.
     -Detente, Martín. Tenemos que dejarlo por hoy. Es la hora.
     -Ahora no. Ahora no. Un poco más. Esto es mantequilla. ¿No ves cómo cae el carbón, rapaz?
     -Ya, pero…
     -Espera sólo un poco más. ¿No ves, guaje, que tengo que ganar más dinero para pagar los caprichos de la Carmela?
     -No piques más, Martín. Estoy cansado.
     -¿Y qué? Túmbate, que yo paleo.
     -Es que quedé con la novia y es tarde. Martín, vámonos.
     -Vete tú. Déjame continuar. Avisa a los de debajo que yo quedo. Que me esperen. Sólo tardo un par de vagones más.
     -Adiós, Martín.
     -Adiós, Patricio. Hasta mañana.
     Por eso sentía que, cuando el ayudante se marchaba, era como si le cambiase el ánimo. Como cuando uno, por fin, consigue aquello que ha deseado tanto y después de obtenerlo quiere disfrutarlo en solitario. Tiene asegurado en ello un secreto placer prohibido. ¿Se imaginan, amigos, qué morboso gusto quedarse a solas con esposa ajena, sabiendo que vas a poseerla a escondidas? Como eso le pasaba a Martín en la rampa. Se transformaba, todas las veces. Sentía un cosquilleo que le nacía en la pelvis y le subía por el estómago, camino del pecho. Sentía ampliársele los pulmones y la sangre correr suelta por las venas. Se excitaba más que mirando el canalillo de los pechos de la desvergonzada de su vecina.
     Llevado por los instintos, transformaba todo su cuerpo en enorme verga. Su brazo, armado con el martillo, era el glande que entraba y salía, salía y entraba, una y otra vez, y otra, y otra, desgarrando la virginidad de la tierra; cada vez más adentro, más excitante, cada vez más intenso, otra y otra vez. Así hasta la extenuación, hasta conseguir el éxtasis.
     Cómo amaba Martín la mina. Más que a la Carmela. Sí, la mina nunca decía no, siempre se le ofrecía de piernas abiertas; tan cálida, tan húmeda, tan receptiva, dispuesta siempre a ser penetrada; tantas veces como él quisiera. Sí, una y otra vez, insaciable. La amaba. Martín estaba enamorado de la mina. Le excitaba más que la pelambrera de la vulva de su Carmela, más que el sonrosado coño de su Carmela, más aún, y no le importaba reconocerlo. Además, le pagaban por hacerle el amor a diario a la mina. ¡Qué suerte, Martín! ¿Qué mejor labor que ésa? Así él siempre quiso vivir de la mina, hasta lo del portugués. Entonces la aborreció. Desde entonces ya le gustan más las mujeres.
     Antes de llegar a viejo y secársele las ansias, gustó de masturbarse trabajosamente a santo del recuerdo de la mina. De su seducida mina. Es natural. La deseaba. Más que a mujer alguna. Más que a su Carmela. Los malpensados entonces dirán que esto prueba que Martín no es buena persona. Así anda atrayendo a las niñas del recreo para eso: revivir en su cabeza la virginidad de la mina, de su mina. Ahí tienen, está bien loco. Por algo lo abandonó su esposa. Tenía razón la gorda Carmela: ¿Cómo vivir con un hombre que te es infiel a diario? Y, además, cobra gustoso por ello. Le gusta, encima, y te deja de lado.
     Pero Carmela lo abandonó después de que él matara al lusitano en la mina. No antes, como siguen creyendo algunos. Claro que, como hace tanto de eso… De todos modos, después del caso luctuoso aquél, él siguió siendo infiel a la gorda Carmela. Siguió amando a la mina, pero ya no era lo mismo, esa es la verdad. Martín acabó ensañándose miserablemente con su amante. Aquello ya no era copular para obtener placer reconstituyente, no, aquello más bien era violar con perfidia, para descargar la conciencia. Nada que ver con lo de antes. Es cierto.
     Cambió mucho, Martín. Ya no fue el mismo después de lo del portugués. Se ve que su mujer no le quiso seguir soportando y lo dejó para que tirase sólo de la cruz. Las mujeres de aquí tienen más aguante que las andaluzas. No debió casar, Martín, con la hija del Ecijano. Una berciana de Bembibre le hubiese comprendido.
     Quizás tenía razón la gorda Carmela. Quizás fuese mejor para los dos separarse. Cada uno con su pena. La de Martín todos la saben, pero ¿quién sabe la de ella, alejada de él?
     El minero se quedó con la cabeza llena de voces y la conciencia carcomida. La gorda Carmela se largó con viento fresco. Mejor así. Perdió a su marido. No lo volvió a ver nunca más. Qué más da. Adonde se fue seguro hay más. Peor fue lo de él: sin mujer y enseguida sin amante. No le dejaron seguir desquitando sus ansias con ella. Demasiado trastornado para continuar viviendo a su costa. Además, él lo prefirió así. La mina tenía el aliento manchado de sangre.
     Entonces los jefes de Martín decidieron que era mejor arreglar papeles y largarlo de allí con una pensioncilla que le ayudase a pasar su miserable existencia. Sí, mejor. Mejor para todos.
     ¿Quién sabe qué cosa es esa de que te cambien de pronto la vida, sin avisar, sin darte tiempo para prepararte? Dicen las viejas que se crían canas por ello, y calenturas en los labios. A Martín no se le ve nada de esto. Se ve que le salieron para adentro, por eso tiene los ojos que parecen estar observando lo que tiene metido en los sesos. Las canas le nacieron en el corazón y las calenturas en el pensamiento. Pobre viejo. Míralo, camino de la verbena, arrastrando los pies, siempre arrastra los pies; hablando solo. Se tropieza con los transeúntes que vienen y van. Está loco. No. Está beodo. ¿No ves cómo gesticula con los brazos al hablarse?
     Cuando llegue a la fiesta habrá luces multicolores suspendidas del aire.
     -¡¡Pasen y vean. El no va más: la mujer araña comiéndose a su prole, que son quince!!
     Voces y jolgorio.
     -¡La tómbola de los cachirulos, todo a un euro, oiga!
     Risas y brincos.
     -¡¡Otro, otro perrito piloto!!
     Carreras de la chiquillería a ninguna parte. Que te pillan, Martín. Viejo tonto.
     -¡¡Mire, oiga, que acabamos de regalar otra muñeca gigantona!!
     El baile acaba de empezar. Boleros, corros y corrillos.
     -¡Un pasodoble, por favor!
     Gente, más gente y más todavía. Qué feliz es el chiflado viejo entre la gente. Cómo disfruta.
     Ahora un vals. Y ahora…
     -“¿Qué quieres que te regale, siendo yo un pobre minero? ¿Quieres que venda el candil para comprarte un pañuelo?”
     Esto es popular, cómo no. Tratándose de una cuenca minera ya se sabe.
     Qué bonito. Qué bien lo hacen estos músicos. Son simpáticos, ¿verdad?
     -“Los mineros en la mina se acuerdan de Dios divino y saliendo de ella de las mujeres y del vino”.
     Qué graciosos.
     -“Un minero vale un duro, un comerciante dos. Por un duro, más o menos, minero lo quiero yo”.
     Qué ocurrentes, ¿verdad? Que vuelvan también el próximo año, coño.
     Parece mentira. Martín lleva toda la noche girando y girando sin caerse. Otra de Machín. Cómo le gustan las canciones de Machín al viejo. Todos le miran. ¿Se caerá? Se ríen y se sonríen. La cerviz encorvada, mirándose los sempiternos zapatos negros de cordones deshilachados, desatados. Se los pisan al bailar. Qué más da. Sus brazos casi siempre apuntando al suelo; sólo se atreven a cambiar de posición para aplaudir, entre canción y canción.
     -“Minero lo quiero, madre. Minero me lo has de dar. Si no me lo das minero, yo no me quiero casar”.
     ¿Qué secreto pensamiento provocó la inesperada reacción de Martín? ¿Fueron, acaso, las palabras de aquella canción que cantaba la chica rolliza de la orquesta? No lo sé. Él se dirigió al corrillo de don Argimiro, el cura, a invitar a bailar a doña Elvira. Figúrense, nada menos que a doña Elvira, la catequista, la hermana de don Argimiro, el cura. No aceptó, claro está. Está loco si se cree que doña Elvira va a danzar con él. Hasta ahí podríamos llegar. ¿Qué se habrá creído ese borracho del infierno?
     Aunque doña Elvira trató, a los ojos de todos, de ultrajarlo con desaire, por su atrevido comportamiento, Martín supo reaccionar, mostrando con tosco gesto su imposible orgullo, su pretendida soberbia.
     Se volvió a su rincón, a seguir bailando consigo mismo. Que se joda la Elvira, ella se lo pierde.
     Cómo tocan los de la orquesta. Otro bolero de Machín. Cuánta gente. Para eso salió esta noche Martín. Para ver gente y más gente y confundirse entre la gente y dejar de ser él.
     -Ven, Carmela. Oye la música. Baila conmigo. Yo te llevo. Qué bien bailas, mi gorda, acurrucadita en mi pecho. Así, así. Olvídate de que yo soy yo. Hazte cuenta de que soy el de antes. El mismo de antes de lo del portugués. Baila, baila. Cimbrea tu rolliza cadera. Mira, mira cómo nos miran. Que rabien, Carmela. Qué bien hueles, gorda mía. A jazmines, a menta, perfumada con olor a niña. Oigo tu risa, Carmela. Y me miras de nuevo, como siempre, con jilgueros en los ojos, y olvídate de que yo soy yo. Soy el de antes, ¿no ves mis ojos aún húmedos, vivos aún? Y mi pecho… ¿Sientes mi pecho cómo palpita por ti? Pon tu oído aquí. Ponlo, ponlo, ponlo vida mía. ¿Ves?, aún sé recordar el amor, mi amor por ti, Carmela, mi único amor -miente el viejo-. Mi rechoncha, Carmela.
     ¡Ay, Martín! Amor de minero, amor a oscuras, amor a tientas, amor incierto, amor infiel…
     -Infiel, no. Infiel, no. Ya no… Yo te quiero, Carmela.
     Azorado por el baile, atropellado por aquellas visiones, Martín des-pistó el paso y le faltó la tierra bajo sus pies. Cayó, como cae el árbol mutilado por la carcoma, como hoja seca bamboleada por la brisa de la tarde del frío otoño.
     La música cesó. Los ojos de las pindongas se volvieron lanzas, apuntando a la yugular del viejo loco. Se abalanzaron perramente contra el árbol caído. Lanzaron dentelladas a sus ramas secas. Orinaron en sus heridas. Astillaron su tronco con ferocidad.
     Martín, aún se aferraba a su gorda Carmela, ajenos, caídos, abrazados ambos; riéndose, amándose mientras los putos canes ladraban al viento, contando otra vez la misma historia, la que siempre se sacaba a cuento para demostrar la vesania del viejo minero. Todos a la vez, murmurando lo que él procuraba olvidar. Lo que él trataba que todos olvidaran. Así: demostrándoles prudencia, con su callado quehacer cotidiano, lejos de todos, en el monte buscando setas, en casa encerrado con su Misco, perdido en su reducido universo. No había servido de nada. Allí estaban rodeándole. Odiándole.
     De regreso al ahora, soltó a Carmela, se sentó en el suelo, esperando que alguien le dijera algo a la cara. Miró cómo disimulaban sus miradas. Dirigió una sonrisa amarga a todos. Después se iría, con la cabeza más fresca, más abierta a recibir malos recuerdos. ¿Dónde estaba ese vino tan bueno de las fiestas, Martín? Lacryma Christi.
     Petardos, risotadas, muchos pares de ojos en el cogote y el rocío le acompañaron a casa. ¿Y el vino, Martín? Por hoy ya está bien. Se acabó el jugo de la viña, la anestesia de los sentidos, ya está bien, Martín.
     Contra el albor del techo, recostado en el catre, proyectó imágenes amarillentas de foto añeja, en color sepia. Eran las que, de puro manosearlas en su cabeza, se habían adueñado de su persona.
     Se vio reptando por entre un bosque de puntales de pino verde, bajo tierra, en la mina, en su amada mina.
     -Hasta el lunes, Martín.
     A la izquierda pared trabajada de escombros que aguanta las ganas de hundirse del techo.
     -Dale un beso a la novia de “mis partes”, Martín.
     A la diestra veta virgen de negro y puro carbón de antracita, excitante himen de la tierra.
     -No bebas mucho y tráeme un puro, Martín.
     Bajando del tajo con él, un reguerillo de fastidiosa agua: lágrimas que la sílice derrama más arriba.
     -No te las ligues a todas, Martín.
     Es media mañana y Martín baja despidiéndose de los compañeros. Sale de la rampa y lleva el alma engalanada para la boda de su hermana.
     -Deja, guaje -le dice al vagonero de la galería-. Yo bajaré el vagón hasta el cambio.
     -Como quieras, Martín. Pero ten cuidado con la corredera de allá adelante.
     -¿Quieres enseñar a tu padre a hacer hijos? ¿No sabes que fui cocinero antes que fraile, guaje?
     Corre, corre, Martín, con el vagón cargado de carbón. Se deja transportar en el tope del vagón. Lleva alegría en los ojos. Grita su júbilo en la soledad de la galería. Las trabancas pasan a toda velocidad, rozando su cabeza. Rápido, rápido. Cuesta abajo. Rápido, rápido. Las ruedas cantan su acelerada marcha en las juntas de los raíles. Más rápido.
     “Cuidado con la corredera…”
     Las ruedas traquetean, traquetean. ¿Qué es aquello, Martín? Más rápido. Una luz. Más rápido. Los hastiales quieren tocarte, Martín. Más rápido, más rápido. ¡Frena, Martín! Más rápido. ¡Frena, vagón, frena! Más rápido, más rápido. Martín, ¿qué es esa luz? Más rápido. ¡La corredera!
     “Cuidado con la corredera…”
     Más rápido. ¡Para, Martín! ¡Para, vagón! ¡Para! Más rápido. ¿Qué es esa luz, Martín? Más rápido. ¿De quién es esa luz, Martín? Más rápido, más rápido…
     -¡¡Fuera, fuera!!
     ¡Grita, Martín, grita! Está dormido, Martín. No te oye. Más rápido.
     -¡¡Cuidado!! ¡¡Fuera, apártate!! ¡¡Fuera, fuera, fuera!!
     Ya es tarde, Martín. Le has dado.
     -¡¡Mierda, mierda, mierda!! ¡¡Lo maté, lo maté!!
     Se le desprendió la luz de la frente, le arrancaste, fácil, piernas y cabeza, Martín, dejando hebras de carne y un chorro de sangre que se le perdió al portugués por la hendidura del cuello. Sólo es un guiñapo arrojado de bruces contra la eterna oscuridad de tu entendimiento, Martín. Ahora ya nada volverá a ser lo que era en tu vida, viejo loco. Trata de dormir, viejo chiflado. ¿Quién te mandó marchar tan pronto, a media mañana, sin terminar la faena? Ahora comprendes que a una hembra que se te da toda, nunca la debes dejar a medias. ¿Lo entiendes, loco?
     Se vengó la mina. Se vengó de ti, Martín. Lo entiendes, ¿verdad? Ahora duerme, viejo loco. Duerme, roto corazón de amante minero. Duérmete, Martín, pero no sueñes. Que el dulce bálsamo del Lacryma Christi anestesie tu entendimiento y por esta noche sólo venga a ti el rostro sonriente de Carmela, mirándote, de nuevo, con jilgueros en los ojos.

Fin.

© Nicanor García Ordiz, 2009.

La hoja del calendario



Arranqué la hoja del calendario,

como quien deshoja la margarita.

Y otra vez tu ausencia me estalló en la cara.


Como ayer, como mañana.


© Nicanor García Ordiz, 2010