La obsesión


(I)


   Allá, por encima de los edificios grises, el lucero de la tarde comenzaba a centellear trémulo. Durante mucho tiempo, al menos desde antes de diciembre, había sido imposible contemplar su brillo. Su resplandor se había convertido en objeto de deseo para los habitantes de Madrid, sedientos de despejados horizontes, y en pieza codiciada para los amigos de los catalejos y telescopios que pululaban por terrazas y azoteas, a la espera paciente y hasta hoy inútil del relumbrante tesoro que el firmamento aloja.
   Hacía dos meses que las nubes se habían adueñado del cielo, impidiendo ver otra cosa que no fuera sus impredecibles cambios de color: del blanco sucio hasta el casi negro total, pasando por toda la gama de grises. Ni siquiera las continuas descargas de lluvia habían logrado reducirlas un ápice.
   La aparición de aquel añorado astro, en el ocaso madrileño, se convirtió en el centro de atención de muchas miradas nostálgicas que buscaban en las estrellas el billete de regreso hacia horas pasadas sin tanta represión arquitectónica en el horizonte y con más esparcimiento en los ojos, el pensamiento y el propósito.
   Clara detuvo una vez más su coche ante una luz roja de semáforo. Ya no sabía cuántas veces venía repitiendo aquella maniobra desde que salió de casa. Acabaría por convencerse de que alguien cerraba los discos justo antes de que ella fuese a pasar. Sólo así podía explicar la terrible casualidad que hacía que se los encontrara todos en rojo.
   Aceleró en balde, nerviosa, sin pensarlo, ansiosa porque apareciese la luz verde. De seguir aquel ritmo de continuas paradas no llegaría a tiempo de encontrar abierto el centro comercial, y era de vital importancia para ella.
   Pese a la ofuscación que la comía por dentro y que no le permitía vislumbrar más allá de su único propósito, la presencia del lucero que brillaba en lo alto tampoco pasó desapercibida para Clara. Aquella repentina visión trajo consigo un haz de luz al sombrío panorama que se dibujaba en su mundo. Si las nubes se marchaban para dejar ver la estrella, podía ser indicio de que de una vez por todas se alejasen del cielo de Madrid. Aquello era lo que ella venía deseando desde que se instaló el otoño en la Capital. Habían sido más que suficientes las deprimentes lluvias que habían calado en su ánimo durante toda la estación. Mirando al cielo cruzó los dedos para que el milagro se cumpliera. La posibilidad de que su deseo se convirtiera en realidad logró reconfortarla, en parte. Pronto sus pensamientos pueriles se disiparon con el sonido de las bocinas que tras ella le reclamaban celeridad.
   El coche se le caló en mitad del paso de peatones. Soltó una maldi-ción tan mal sonante como inaudible. Los bocinazos arreciaron. Clara solicitó desaparecer de la faz de la tierra. Se pidió calma a sí misma. Quiso recobrar la compostura. Puso en práctica su técnica de relajación: cerró los ojos y respiró profundamente. Se calmó.
   Giró la llave de contacto sin acierto. Lo intentó una vez y otra y siempre obtenía el mismo inútil resultado. Creyó que le iba a estallar la cabeza con tanto bocinazo persiguiéndola. Estaba a punto de arrojar la toalla y de pronto el coche arrancó. Clara dio gracias al cielo y fue soltando con mucho cuidado el embrague para que no se le volviese a calar el motor. Se puso en marcha. No se atrevió a mirar por los espejos retrovisores, por no ver las malas caras y peores gestos que la amenazaban a su espalda.
   Se situó en el carril de la derecha para no estorbar a los coches que le pisaban los talones. Un automóvil rojo que venía detrás de ella adelantó hasta situarse a su lado. El conductor hizo sonar la bocina para llamar la atención de Clara. Creyendo intuir las intenciones poco amistosas de aquel individuo sólo se atrevió a mirarlo por el rabillo del ojo. No le prestó mayor atención y siguió sin apartar la mirada del frente. El conductor del coche siguió insistiendo y Clara se volvió más reacia a acceder a las intenciones de aquel estúpido del coche rojo. No estaba dispuesta a darle el gustazo de mofarse de su falta de pericia a la hora de ponerse en marcha en los semáforos. No señor, y mucho menos ante sus narices. ¡Ni que fuera la primera vez que se le cala el coche a alguien en mitad de la calle! No estaba dispuesta a que aquel mamarracho se lo echara en cara. No le haría ni puñetero caso.
   ¡Otro semáforo en rojo! Aquello ya era demasiado para una sola tarde. El coche de Clara y el del impertinente conductor que la seguía a su vera se detuvieron a la par. El hombre siguió insistiendo con la bocina y ella siguió fingiendo indiferencia. ¿Qué se había creído aquel imbécil?
   Clara se hizo la desentendida jugando con el mando del dial de la radio del coche. De pronto oyó golpear en el cristal de su ventanilla. Como si la hubieran pinchado se volvió de repente. Se asustó al ver aquel rostro frente a ella, al otro lado del cristal. Pero hubo algo en aquella visión que hizo que el susto se mitigase de inmediato. La cara de aquel hombre, que ahora le sonreía, le era familiar. Clara no supo reaccionar y el individuo se dio cuenta de ello. Sin abandonar la sonrisa, le hizo señas para que abriera la ventanilla.
   -¿Clara? ¡Eres Clara!
   -Sí. Y tú eres…
   -Fernando.
   -Ya. Si lo sé…
   -Cuánto tiempo, ¿no?
   -¿De dónde sales, tú?
   -Ya ves… Vengo haciéndote señas desde el otro semáforo y tú sin hacerme caso. ¿Por qué no aparcamos y hablamos?
   -No puedo. Lo siento, Fernando. Tengo prisa, de verdad. Me gustaría, pero tengo prisa, cielo.
   La conversación, en aquellas circunstancias apremiantes, debía ser necesariamente escueta.
   -Podemos quedar para otra ocasión, ¿te parece, Clara?
   -Está bien -asintió ella, complaciente.
   -¿Cómo te puedo localizar?
   -No sé.
   El semáforo cambió a verde y ahora los bocinazos no eran sólo para Clara.
   -¿Por qué no me llamas? -propuso el hombre-. Mi teléfono viene en la guía, en las páginas amarillas, busca entre los médicos de la ciudad. Ya sabes: doctor Mistral. ¿Lo harás?
   -Seguro. Te lo prometo, Fernando.
   Clara recibió un guiño y una última complaciente sonrisa de Fernando. Después reinició la marcha, mirando por el espejo retrovisor cómo aquel hombre desaparecía devorado por la maraña del tráfico.
   Durante un rato Clara condujo como un autómata, sin control aparente sobre sus actos. Aquel encuentro casual con Fernando había alterado su conciencia. Sus sentidos vagaban perdidos por algún lugar del firmamento de Madrid, dejándose llevar por la indiferencia; envueltos en un halo de dulce intranscendencia, atrapados en un particular mundo ajeno a todo lo conocido. Después, cuando otra vez volvió a ser ella, reparó en el rictus de felicidad que la inconsciencia había dibujado en sus labios. Clara se halló de vuelta en este mundo, rememorando sentimientos no del todo olvidados, recuerdos no del todo dormidos, viejas emociones escondidas en algún lugar de su memoria.
   En un tiempo aquel hombre, que con su repentina aparición logró trasladarla a otra dimensión de su ser, fue la persona a la que Clara más había querido nunca.
   Se esforzó por recordar el tiempo que llevaban sin verse. ¡Veinte años! ¡Tanto tiempo! Demasiado, pensó ella. En una inmediata asociación de ideas, le vino a la mente la melodía de aquella canción que dice que veinte años no es nada.
   Clara se dejó llevar por el recuerdo de las notas y la letra de aquel viejo tango que, a ritmo de bandoneón, esbozaban su presente.

   “Volver…
   con la frente marchita.
   Las nieves del tiempo
   platearon mi sien”.
 
   Se asomó al espejo del quitasol para ver las huellas que los años habían dejado en su rostro. No supo definir los daños sufridos. Era posible que el aspecto de su semblante hubiera cambiado poco desde entonces. ¿Dónde estaban, pues, las huellas de esos veinte años? ¿En su alma? Sí, sin duda.

   “Sentir…
   que es un soplo la vida,
   que veinte años no es nada,
   que febril la mirada,
   errante en la sombra
   te busca y te nombra”.

   Clara ya no era aquella mujer veinte añera, instintiva, que Fernando conoció. Ahora estaba más cerca de los cincuenta, y su rostro, algo menos que su alma, también había cambiado; aunque ella no lo hubiera sabido apreciar en el espejo. Los veinte años transcurridos habían revestido a Clara con aquella serena hermosura de cuerpo y espíritu que el tiempo presta a las mujeres.

   “Vivir…
   con el alma aferrada
   a un dulce recuerdo
   que lloro otra vez”.

   ¡Fueron tantos los recuerdos! Y tantas las veces que los había reme-morado… Y más aún cuando rompieron y cada uno su fue por su lado. Entonces ella le amó en la memoria con tal intensidad que le dolía. Después, como siempre ocurre, la vida fue restañando la herida, aunque en falso, sí; pero, minuto a minuto, inexorablemente, fue echando tiempo a los recuerdos, hasta casi ahogarlos por completo. Otros hombres fueron ocupando su vida.
   “Veinte años no es nada… no es nada… no es nada…”
   La frase seguía repitiéndose en la cabeza de Clara, convertida en la banda sonora que acompañaba los recuerdos en los que ahora aparecía de nuevo Fernando. Aquellas imágenes, tanto tiempo guardadas en la caja de sus fantasías, pasaban ante ella al ritmo cadencioso de las notas del tango y Clara, imprudente, abandonó su cuerpo y su espíritu a los antojos de las quimeras.
   No vio venir el coche gris que cercenaría su vida. Y aunque lo hubiera visto, Clara no habría podido hacer nada por evitar el choque. Fue por culpa de otro semáforo en rojo. Éste no lo vio. No paró. Clara no lo vio, no paró, no estaba allí. Bailaba acurrucada entre los brazos de Fernando, bajo las estrellas, descalza sobre la cálida arena de una playa blanca, sintiendo su piel húmeda pegada a la piel húmeda de él. Sobredosis de dulce veneno. Fatal veneno. ¿Quién quiere despertar por culpa de un maldito semáforo en rojo? Clara no lo hizo. Y dejó este mundo para siempre.
   El lucero de la tarde empezaba a ser desdibujado por el reflejo de las luces artificiales de la calle Princesa. El cuerpo sin vida de Clara viajaba en una ambulancia, camino de la fría morgue de algún hospital de Madrid.



(II)



   Fernando llegó tarde a la clínica, con el mismo mal humor de los últimos días. Anoche había necesitado de nuevo de la ayuda de los somníferos para conciliar el sueño y ya empezaban a ser demasiados, así y todo durmió mal, estuvo dando vueltas en la cama, pensando otra vez en Clara.
   El recuerdo de ella le rondaba día y noche desde que la vio por casualidad en el coche.
   Aquel reencuentro, después de tanto tiempo, había trastocado su hasta entonces modélico y meticuloso ritmo emocional. Clara trajo consigo el caos a la vida de Fernando. Las emociones producidas por su recuerdo rompieron todos los esquemas en la mente del doctor. Él pensaba en ella continuamente, sin descanso. La había encontrado tan hermosa como alguna vez la recordó, quizás más aún. El paso del tiempo había contribuido a realzar la belleza de Clara, de su siempre añorada Clara. Fernando se había vuelto a enamorar locamente.
   El celador de la puerta le dio los buenos días sin obtener respuesta. Fernando se inclinó sobre el mostrador de la entrada y firmó en el parte de asistencias. Después siguió por el pasillo hacia los vestuarios, tratando de descifrar la amalgama de pensamientos, emociones y sensaciones que hervían en su mente.
   Desde el encuentro con Clara su vida no era la misma. Se había vuelto más retraído de lo normal, su humor había empeorado, vivía en un continuo ofuscamiento. Estaba realmente aturdido. No comía, no dormía, actuaba por pura inercia. Apenas se relacionaba con nadie, le molestaba la actitud de los demás, se sentía incómodo en la compañía de alguien. No quería nada ni nadie a su alrededor que pudiera distraerle de sus pensamientos hacia Clara.
   El cambio sufrido por Fernando no pasó desapercibido para nadie y menos aún para su esposa. Hubiese tenido que estar ciega para no advertirlo, y estaba muy preocupada por él. Nunca antes había visto tal cambio en el comportamiento y la actitud de su amado Fernando. Siempre dio muestras de ponderación y ecuanimidad, como esposo y padre, y de pronto se había convertido en alguien más bien vulgar, alelado, desconcertante, alejado de lo que era habitual en él. Ella, notablemente confundida por el comportamiento anómalo de Fernando, trató de interesarse por aquello que reconcomía a su esposo. No obtuvo de él ninguna respuesta aclaratoria, sólo consiguió exasperarlo aún más.
   Fernando se cambió rápidamente de ropa, apuró la taza del cargado café en la cocina de los vestuarios y salió hacia la sala de juntas de la clínica.
   Cuando llegó, ya hacía algún tiempo que el gerente del centro había empezado su alocución. Quiso sentarse en algún sitio sin llamar la atención, pero fue inútil. Su superior, al verle aparecer, dejó de hablar y clavó su mirada en él. Todos se volvieron para mirarle. Era la tercera vez en la última semana que llegaba tarde. El gesto de desaprobación que le dirigió el gerente hubiese hecho preocupar a cualquiera, pero a Fernando le pareció baladí. No le preocupaba nada que no fuese Clara. Su único interés era volver a verla, lo demás no le importaba lo mínimo.
   Clara se convirtió en su obsesión. Llegó al convencimiento de que su vida, sin ella, ya no valía tanto como había creído. Se dio cuenta de que todo lo que le rodeaba carecía de cualquier aliciente. Descubrió que su matrimonio con Pilar nunca había funcionado, que era pura apariencia. Se había estado engañando, porque no la quería tanto como pensaba y siempre dudó que ella le quisiera. Sus hijos se volvieron, de pronto, tan insoportables como la madre y no los aguantaba. Su trabajo no le satisfacía. Sus amigos no eran tal, eran de conveniencia y los detestaba. Todo su mundo se había venido abajo tras el reencuentro con los ojos verdes de Clara. El desconcierto que había introducido aquella mujer en la vida de Fernando era tal que todo se volvió patas arriba. Ahora veía todo de otra manera. Creyó descubrir el fraude en que se convirtió su vida, desde que rompieron aquella relación tan especial. Hacía tanto de aquello… Necesitaba volver a verla. Tal vez ella no llamase nunca. Se maldijo infinidad de veces por no haberse atrevido a pedirle su número de teléfono. Pero seguro que ella llamaría. Sí. Lo vio en los ojos de Clara al despedirse: seguro que llamaría. Ella se lo prometió. Pero ya habían transcurrido tres semanas y no llamaba. Quería volver a verla. Lo necesitaba.
   Fernando nunca se enteró de la muerte de Clara.
   Habrían de pasar unos cuantos días más, días grises, días de retrai-miento y melancolía, hasta que, una mañana, cuando había terminado su consulta y se disponía a salir hacia el quirófano, sonó el teléfono. La enfermera descolgó.
   -Dígame…
   A Fernando se le aceleró el pulso, como siempre que un aparato de aquellos sonaba. Miró ansioso a su ayudante, tratando de adivinar la respuesta que venía del otro lado del teléfono.
   -Es para usted, doctor -la enfermera le ofreció el auricular a Fernando.
   -¿Quién me llama? -preguntó a la ayudante con voz trémula, mientras cogía el aparato.
   La joven se encogió de hombros y le respondió, susurrando, que se trataba de una mujer.
   -¿Quién es? -interpeló Fernando.
   -¿Fernando? -preguntó la voz del otro lado.
   -Sí, soy yo -titubeó nervioso, creyendo por un instante haber reconocido la voz que le hablaba a través del teléfono.
   -Fernando, mi vida, soy yo.

Fin.

© Nicanor García Ordiz, 2009.