Un nido de ángeles



BEMBIBRE: Villa de la Prov. de León,
capital del Bierzo alto, p.j. de Ponferrada,
con 10.136 h. Asentada en la margen de-
recha del río Boeza, a 653 m. de altitud;
distante 105 Km. en línea recta del mar
Cantábrico, en la Prov. de Asturias.
… … …

   Un repeluzno que erizó cada pelo de su cuerpo arrancó a Gregorio del sopor. Se ovilló más todavía, tratando por todos los medios de quitarse de encima aquel frío húmedo que se había pegado a su piel como una sanguijuela hambrienta. Llevaba tres horas acostado, dando vueltas sobre el jergón tirado en el suelo, sin poder conciliar el sueño; acurrucado sobre sí mismo, luchando contra el insomnio y el frío.
   La raída manta que le tapaba era a todas luces insuficiente protección contra el gélido tormento que acosaba su tranquilidad. Cubrió con las manos sus orejas apergaminadas por la atmósfera glacial de la noche, mientras maldecía su mala estrella. Un nuevo escalofrío recorrió su espina dorsal, fue el detonante que hizo saltar un resorte invisible dentro de Gregorio. Con un gesto brusco apartó de sí la paupérrima manta que le cubría y se incorporó. Fue hacia la ventana, bostezando. De un manotazo descolgó la cortina agujereada por los mordiscos de los ratones y se la echó sobre los hombros. No le importó lo más mínimo la mugre que albergaba el cortinaje, cualquier cosa que pudiera apartar de él aquella tiritona sería bien recibido, por muy sucio que estuviera.
   Pegó su nariz a los polvorientos cristales del ventanal y miró fuera. El cielo seguía encapotado, amenazando más lluvia. Los raíles de la vía, abrillantados por la lluvia, transcurrían relucientes bajo las luces de las farolas, a los pies de la casa de Gregorio, alineados en los andenes de la estación de Bembibre.
   Gregorio volvió a bostezar, ahora tan intensamente que creyó que se le iba a desencajar la mandíbula. Caminó al otro lado del cuarto y encendió la vela que tenía en el suelo, al lado del camastro. Una luz tenue alumbró la estancia. El jergón tirado en el suelo era todo el mobiliario de la habitación, eso y un maltratado baúl de madera donde Gregorio guardaba sus escasos avíos; lo abrió y rebuscó entre los harapos allí almacenados, queriendo encontrar algo de más abrigo que llevarse al cuerpo. Mientras maniobraba dentro del baúl reparó en la silueta que la luz de la vela dibujada en la pared. Era su sombra. Fiándose de la imagen de la pared, sin mucha pericia, coqueteando consigo mismo, trató de recomponer sus enmarañados cabellos con los dedos. Cuando se vio acicalado, siguió afanado en su busca dentro del baúl y unos desdibujados calcetines de lana y una bufanda gris fue todo el botín que logró rescatar de entre el amasijo de andrajos del arcón.
   Se puso los calcetines sobre los que ya llevaba puestos y se enrolló la bufanda al cuello. Reclinado ante la vela se calentó las manos en la pobre llama. Notó el aliento cálido del fuego meterse poco a poco dentro de él y se sintió engañosamente aliviado. De sobra sabía que el remedio de la vela no era la definitiva solución a su friático mal, pero menos era nada.
   Se movió despacio, tratando de conservar aquel calorcillo el mayor tiempo posible dentro de sí; recogió la manta del suelo y se arrebujó en ella, se recostó en el catre, no apagó el cirio por no moverse más. Aquella luz mortecina podría ser buena compañera de su duermevela.
   La cera se fue consumiendo, al tiempo que la consciencia de Gregorio. Después no escuchó el tren de mercancías que pasó puntual a las dos treinta, bajo su ventana. Ya era presa del sueño.
… … …


   Hacía casi dos años que Gregorio se había instalado en aquella casa abandonada del otro lado de las vías, frente a la estación de tren de Bembibre. Oyó hablar de ella en un bar de tapeo que él frecuentaba a la hora de la ronda de vinos. No lo dudó. Llevaba mucho tiempo deambulando de un sitio para otro, durmiendo en el primer rincón donde le sorprendiera la noche o el sueño. Cualquier lugar le había servido de cobijo desde que se fue de junto a su hermana, pero tenía ganas y necesidad de instalarse en un alojamiento fijo y seguro. Aquella casona abandonada era mejor que todo lo que había tenido hasta entonces y la quería como si fuera suya propia.
   La casa no es que estuviera muy mal, al menos ahora. Cuando el último guardagujas de la estación la hubo abandonado, por cambio de destino, y los chatarreros hubieron sacado provecho de todo lo aprovechable que quedó dentro, sirvió para que los chiquillos del barrio trastearan bajo techo. Hubo algún otro indigente que cobijó temporalmente allí sus huesos. Parejas de novios hicieron de aquella casa sola nido de amor, donde dar rienda suelta a sus ansias sexuales, ocultos de todo el mundo. Sirvió el suelo de improvisado retrete a transeúntes apurados, y las paredes de lienzos donde aprendices de pintores dibujaron toda clase de bocetos impúdicos y obscenos, acompañados de su correspondiente mensaje escrito y rúbrica. Algún exaltado imitador de Sansón había hecho prácticas de demolición en un par de tabiques, pero cuando Gregorio la hubo adecentado con esmero volvió a estar habitable.
   Era aquella, casa de dos plantas y desván. En la de debajo estaba la cocina, de la que tan sólo se conservaba el hueco de una alacena empotrada. También quedaban restos de lo que había sido un cuarto de baño: unos cuantos azulejos mal pegados en las paredes y las hendiduras por donde pasaron las cañerías.
   Un cuartucho, bajo las escaleras, servía a Gregorio como leñera. Eso era todo lo que había en aquella planta. Arriba, formando el segundo piso, una gran sala y dos habitaciones, y un pasillo que cruzaba de punta a punta y en cuyo final, en el techo, estaba la trampilla que daba paso al desván.
   Al pobre de Gregorio le sobraba casa. Él sólo hacía vida en la sala grande y en uno de los cuartos de la planta superior, donde tenía el jergón que se trajo de casa de la hermana, y el baúl, que perteneció al último inquilino legal de la casona y que, milagrosamente, y por pesado, nadie se había llevado de allí.
   En el suelo de la gran sala, cerca de una de las ventanas, había colocado Gregorio unos ladrillos refractarios, sobre los que hacía lumbre para cocinar y calentarse, siempre y cuando contara con leña para ello. En un vertedero, a las afueras de la villa, junto al río Boeza, se hizo con una mesa y un par de sillas, cosas más que suficiente para amueblar la estancia. Cuando tenía algo que llevarse a la boca, se defendía con unos pocos enseres de cocina que distrajo de algún bar y que guardaba envueltos en una raída servilleta de lino.
   Pese a la precariedad, las inconveniencias e incomodidades, aquella casona se había convertido en el hogar de Gregorio; era parte de sí mismo, de su vida, de su miseria.
.. … …

Se despertó temprano, sintiendo que la columna vertebral se le había transformado en una barra de puro hielo. Era víctima de una tenaz tiritera, soltaba vapor por la boca, como una vieja locomotora; los dientes le castañeteaban fastidiosos. Se apelotonó, apretando cada uno de sus ateridos músculos contra sí; se cubrió la cabeza con la cochambrosa cortina y la ajada manta; alentó el aire templado de sus pulmones bajo la frezada, tratando de caldear el friático fardo en que se convirtió su cuerpo sobre el catre. Era un feto en el vientre gélido de aquel cuarto.
   Después de permanecer un rato en aquella posición, avahándose bajo la cubierta de mala tela, cuando parecía que su sangre comenzaba a templarse, notó que sus sentidos se le obnubilaban. Sobresaltado, comprendió que aquel obscurecerse de su consciencia no se debía a la natural relajación ante la llegada del sueño, sino que era producto del atontamiento que provoca la falta de oxigeno. Se destapó la cabeza rápidamente, para poder tragarse de golpe todo el aire puro del exterior, y después de varias bocanadas, entre espasmos y toses, recobró la sensibilidad que le faltaba.
   La mañana era fastidiosamente fría. Una neblina llorona se había adueñado del amanecer. Gregorio se asomó a la ventana y apenas pudo ver los raíles de la vía muerta que pasaban muy junto a la casa. La niebla se había tragado el mundo y no podía verse más allá de un palmo de las narices de cada cual. Blasfemó, ante tal panorama. Después, resignado, se frotó fuertemente la cara con las manos, hasta que recobró el habitual color sonrosado de sus mejillas, se esmeró en retirar del borde de los párpados las legañas que se le habían formado durante el sueño; bostezó y un traidor escalofrío recorrió su espina dorsal, se le erizaron los pelos de su aterido cuerpo, maldijo su mala suerte y comenzó a andar. Era lo mejor que podía hacer para alejar de sí el frío y la desgana que empezaba a inundarle. Optó por bajar a la leñera, en busca de algo para quemar. Encontró unas páginas de periódico y unos carcomidos cartones de lo que había sido una caja de galletas. Suficiente para encender el fuego, pero escaso para mantenerlo largo tiempo ardiendo, como él pretendía. Necesitaba madera. Blasfemó otra vez y renegó de su mala estrella. Pensó en su maldita existencia y se sintió el hombre más desdichado del planeta. Nada le salía bien y estaba convencido de que algo o alguien, con influencia en los designios de los demás, había maldecido la hora en que nació. No era justo que tantos despropósitos se cebaran con él. Que todas las calamidades del mundo se pegaran a él como una sanguijuela hambrienta. Gregorio, emocionado, se paró a recordar que toda su vida había sido un rosario de adversidades. Desde que tenía uso de razón todo le había salido mal. Siendo muy niño sus padres le abandonaron, junto con su hermana, en el hospicio de Astorga; comenzando así su desgraciada carrera por este valle de lágrimas.
   Tristes recuerdos tenía de aquel hospicio, donde fue víctima de las burlas y mofas más crueles, más descarnadas y despiadadas a las que un niño puede ser sometido por parte de sus compañeros y de unos educadores ruines y despiadados, y todo porque nació tartamudo. Pasó allí, en aquel orfanato de la capital maragata, más hambre que las pulgas de Rocinante y recibió más malos tratos que nadie conocido; daban fe de ello su merma física y una cicatriz que le dividía en dos el labio superior. Una tarde, una de tantas eternas tardes de hambre y piojos del hospicio, le comunicaron que iba a ser adoptado por un matrimonio sin hijos; buena gente, le aseguraron. Tenía Gregorio once años, y creyó que al fin su vida cambiaría para mejor, pero todo fue una candorosa ilusión.
   Le convirtieron en bestia de carga, al servicio de los intereses de unos mal llamados padres. Sin escrúpulos le exprimieron su adolescencia, haciéndole trabajar hasta la extenuación. Siguió pasando hambre y sufriendo el menosprecio de todos. Separado de su hermana, el recuerdo de ésta y las escasas cartas que recibía desde el hospicio, donde ella permanecería hasta que cumpliera la mayoría de edad, era lo único que le reconfortaba en sus horas más bajas.
   Pasó el tiempo y Gregorio se convirtió en un joven taciturno y me-lancólico, receloso de todo y todos, marcado con el estigma de los incom-prendidos y despreciados; viviendo en un ambiente cínico y despiadado, rodeado de seres implacables e indolentes que le repudiaban por su tartamudez.
   El servicio militar fue, a su pesar, la cosa más parecida al orfanato que se pudo encontrar. Otra vez las mofaduras y rechiflas; aumentadas, si cabe, porque, Gregorio, tenía el carácter más amansado que de niño y ya no se rebelaba ante los guasones que le zaherían. Éstos, tomándole por imbécil, solían propasarse con él sin piedad.
   Terminada la mili regresó al pueblo y se vio obligado a marchar de casa de sus adoptivos padres. Su lugar había sido ocupado por otro muchacho, hospiciano, igualmente, que le reemplazó casi desde el mismo día de su partida a cumplir con la patria.
   Recibió Gregorio, por los servicios prestados a sus “magnánimos padres” durante tantos años, una recomendación redactada por el párroco del lugar. El salvoconducto le sirvió para conseguir trabajo en una mina de carbón de la cuenca minera del Bierzo alto, lejos del pueblo maragato donde vivió con aquella pareja de “benefactores”.
   Gregorio se convirtió así, de la noche a la mañana, en minero, y aún lo sería hoy, de no ser por un accidente que sufrió en la negrura del pozo.
   Pudo recobrar, en su época de minero, parte del prestigio y del crédito que como persona le habían negado hasta entonces. En la mina, al principio, también pasó lo suyo. Sabida es la socarronería que adorna el talante de los hombres de la mina, pero también se conoce la solidaridad que impera en su ánimo; así que, superadas las primeras desconfianzas, fue aceptado y respetado por sus compañeros. Fue la mejor etapa en la vida de Gregorio. Por aquel entonces su hermana se había casado, pero rápidamente enviudó; entonces él la reclamó a su lado y ella acudió. Alquilaron una casa en el centro de Bembibre y cuando todo parecía ir a las mil maravillas, ocurrió el accidente de él en la mina. Casi no lo cuenta, pero salvó, quedó incapacitado para el trabajo y con el dinero que le dieron en la mutualidad compró la casa donde vivían. Su inactividad laboral le llevó a frecuentar los bares, para no aburrirse, hasta que se convirtió en una fatal costumbre y terminó por hacerse un adicto al vino. Permanecía más tiempo borracho que sereno y aquellos constantes estados de embriaguez agravaron la tartamudez de Gregorio y forjaron en él una reputación de borrachín que ya nunca le abandonaría. Volvió a convertirse en carnaza para mofadores. Su hermana, aburrida y desconsolada, buscó refugio en los brazos de otro hombre, que la colmó de palizas y sexo. La pareja de tórtolos acabó por largar al pobre Gregorio de su propia casa y, por si todo esto no bastara, ahora no tenía leña para el fuego. Demasiada afrenta a su condición de ser humano.
   Recurrió a su plan de emergencia para casos de perentoria necesidad. Subió al piso de arriba, arrastró el viejo baúl a lo largo del pasillo, hasta situarlo bajo la trampilla del desván, lo colocó de canto, para poder llegar más alto, y se subió en él. Abrió la portezuela del techo. Se despojó de la cortina y de la manta que le abrigaban y se encaramó al desván.
   La escasa luz que entraba por el lucernario del tejado era, a duras penas, suficiente para iluminar todo aquel guardillón. Gregorio se movió despacio sobre el destartalado suelo de madera. Pronto hubo acostumbrado sus ojos a la penumbra del lugar. Fue hasta el fondo y comenzó la faena: tenía que desclavar varias tablas del suelo que le sirvieran para aprovisionar el fuego durante todo el día. Las primeras maderas casi no opusieron resistencia, pero fue aquella última la que, haciendo rechinar sus clavos, se negaba a ser separada de la viga. Gregorio se tuvo que aplicar a fondo para lograr su propósito. No tenía ninguna herramienta con la que trabajar, así que empleó con destreza sus manos. Se ayudó de una retahíla de palabras entrecortadas, apenas inteligibles; injuriosas, sin duda. Hizo bajar del cielo todo lo humano y lo divino, se acordó de la madre del maderero que había cortado la tabla, del carpintero que la había colocado allí, del frío y del invierno, hasta que por fin pudo conseguir su propósito.
   Quedó exhausto. Jadeando, tras los ímprobos esfuerzos realizados, se sentó para recuperar el resuello. Sus acezos entrecortados sonaban lúgubres, casi espeluznantes, en la oquedad del desván.
   Tardó un buen rato y una vez sosegado quiso incorporarse, pero sintió que la cabeza se le iba, optó por permanecer un tiempo más sentado, hasta que se le pasara el mareo. Estuvo cabizbajo, con los ojos cerrados, concentrado en el silencio de sus pensamientos, escuchando el ritmo que su corazón marcaba en las sienes.
   Después creyó oír un ruido. Prestó atención. Sí, algo se podía oír. Era como un zumbido, se oía muy tenue. Dirigió la mirada hacia donde creyó que provenía el sonido. Algo había entrado como una centella por el cristal roto de la claraboya. Un insecto, pensó. Tal vez una libélula, quizás una veloz polilla…, pero no podía ser. Con el invierno tan entrado y aquel frío que pelaba, ¿qué bicho de aquellas características podía aguantar vivo?
   Intrigado, persiguió con la mirada el vuelo vivaz de aquella cosa. Vio cómo se escondía tras un montón de ladrillos apilados en un rincón. Perplejo, espoleado por la curiosidad, se deslizó a gatas hasta el lugar donde había desaparecido aquel insecto, o lo que fuera.
   No apreció nada a primera vista. Estaba oscuro, así que optó por alumbrar sus acciones con el mechero de gasolina que ardía solo y, lenta-mente, uno a uno fue apartando los ladrillos. Actuó con mucho cuidado, con miedo de que aquello que se ocultaba allí pudiese escapar, sin antes haberse dejado ver por él. Levantó otro de aquellos viejos adoquines y…
   En aquel preciso instante, si a Gregorio le hubiesen clavado un puñal en el cuerpo no habría soltado ni gota de sangre. Se había quedado petrificado por lo que tenía ante sí.
   -Por favor, señor, no nos haga daño. Se lo suplico.
   El cerebro de Gregorio no era capaz de asimilar lo que veían sus ojos. Estaba paralizado. Se le había tullido el entendimiento y carecía de fuerza para mover un solo músculo de su cuerpo. Había sufrido un colapso. Su cabeza era un hervidero de neuronas que trataban de encajar semejante despropósito en sus entendederas. Aquello que tenía ante sí transgredía todas las leyes conocidas de la razón.
   Gregorio se encontraba contemplando a un ser con el cuerpo de mujer más perfecto jamás visto, al menos eso fue lo que él pensó. Calculó que no mediría más que el dedo meñique de su mano. Estaba completamente desnuda, de pie, en un lecho confeccionado con la pelusa blanca que desprenden las mazorcas desmenuzadas de las espadañas del río. Sostenía en sus diminutos brazos una criaturita a la que amamantaba.
   Aquella cosa, tan pequeña y tan hermosa, bien pudiera parecer algo humano, de no ser por aquellas alas transparentes, como de libélula, que tenía en la espalda y que movía arriba y abajo, nerviosamente, como si se estuviera preparando para iniciar el vuelo, ante cualquier reacción de peligro que pudiera provocar Gregorio
   -No nos haga daño, señor -volvió a decir aquella cosa con un hilillo de voz.
   Gregorio reaccionó ante la súplica, y quiso tranquilizarla, persuadirla de que no había motivo para preocuparse, que no tenía que temer nada; pero las palabras no lograron pasar más allá de su intención. Carraspeó suavemente para aclarar la garganta y volvió a intentarlo:
   -No te… tee… pre… preee…
   -¿Quiere decir que no me preocupe? -preguntó aquella curiosa criatura.
   Gregorio asintió con la cabeza. Colocó en su sitio el ladrillo que es-condía el refugio de las miniaturas, y se dijo repetidas veces que aquello no podía estar pasando, que era todo producto de una alucinación; fruto, sin duda, de la falta de vino matutino en sus venas. ¿De qué, si no, iba a poder ver él, a aquellas horas de la mañana un nido de ángeles?
   Desconfiado, nervioso, retiró otra vez el ladrillo. Quiso cerciorarse de que el descubrimiento era real. Y lo era. Volvió a verlo. Ya no tenía dudas. Ahora estaba seguro de que no soñaba, de que no era una alucinación de alcohólico.
   -Por favor, señor, no nos haga daño.
… … …

   La mañana se llevó consigo la bruma gris con la que había amanecido otro día de aquel húmedo y desapacible invierno. De cuando en cuando, tras las nubes oscuras, podía verse el cielo azul. La tarde, ayudada por el sol, había ganado grados al frío y hubo gente que se atrevió a salir a pasear.
   Gregorio caminaba cabizbajo por las calles de Bembibre, absorto en sus pensamientos, esbozando una pícara sonrisa de complicidad consigo mismo.
   Hubo quien se cruzó con él, saludándole sin obtener respuesta.
   -Ya va otra vez borracho -dijo alguien, a sus espaldas.
   No, no iba ciego de vino, como todos creían; caminaba henchido de orgullo y feliz. Sí, feliz… Feliz por fin. Feliz, camino de ver cumplido el sueño de su vida. Se lo había otorgado la náyade del río Boeza que tenía oculta en el desván de su casa. Porque, aquella criatura que había descubierto, hacía unos días, en la buhardilla de su casa, era una ninfa y tenía poderes.
   Le prometió que, por haber respetado su vida y la de su hijita, le otorgaría un deseo.
   -“Podrás tener lo que quieras -le había dicho-, por muy inverosímil que te parezca”.
   El recuerdo de aquellas palabras era la causa de la sonrisa de satisfacción que Gregorio paseaba aquella tarde. Él le había solicitado tiempo para meditarlo y la náyade le respondió que se tomase el que necesitara. Que, cuando estuviera listo, sólo tenía que pensar en ella, pronunciar su nombre: Deyana, y vería cumplido el deseo que pasara por su mente.
   Gregorio ya tenía claro lo que quería. Tardó cuatro días en decidirlo. Cuatro días en los que apenas durmió, apenas comió y no probó ni gota de vino. Cuatro días estrujándose los sesos, reflexionando sobre su vida, repasando su pasado, considerando su presente y especulando con su futuro, buscando entre sus recuerdos y sus esperanzas aquello que más podía ansiar. Y lo halló.
   Abandonó, en su caminar, las últimas casas de Bembibre y enfiló la senda que lleva a lo alto del cerro que llaman La Corona. Desde allí arriba se ve toda la villa que cantó Gil y Carrasco, y sus alrededores. Aquel sería el lugar elegido.
   Subía con paso firme, ilusionado como un niño, sin que la inclinación del terreno hiciera mella evidente en sus piernas. Iba tan decidido que ni reparó en el esfuerzo que sus pulmones venían realizando para alimentar el ritmo de sus zancadas.
   A punto de coronar la cima, de espaldas a Bembibre, Gregorio se detuvo. Una ráfaga de agriados pensamientos cruzó por su mente, sembrando incertidumbres. Se le aparecieron de golpe todas las dudas, todas las objeciones que ya había rebatido durante los cuatro últimos días. Recapacitó durante un instante. Hasta hoy habían sido muchos años de infelicidad, desdichas y desventuras. Toda su vida sometida a las adversidades, al infortunio; padeciendo las injurias, los agravios, los insultos, el menosprecio, los ultrajes que hombres y mujeres quisieron darle. Su suerte de selló el mismo día en que pronunció su primera palabra, su primera frase; maldita palabra, maldita frase que sonó distinta, entrecortada, imprecisa, desigual, diferente, en aquel idioma, su idioma aborrecible, intolerable, opuesto a la razón de los demás. ¡Maldita tartamudez, que había hecho de su vida un vía crucis de pasión!
   Ahora todo iba a cambiar, había llegado su hora. Era el momento de resarcirse por todo lo pasado. Estaba a unos pasos de conseguirlo. Sólo tenía que llegar a la cima de La Corona, girarse, cerrar los ojos…
   -¡De… Deyana! -gritó al viento, con todas sus fuerzas.
   El nombre de la ninfa resonó en su pensamiento, y en toda la cuenca del Boeza.
   -“¿No me habrás engañado, verdad, Deyana?” –pensó Gregorio.
   Abrió los ojos, temeroso, inquieto...
   -¡Síííííí, sííííííí!
   Al fin.
   Por fin su deseo de había cumplido, tal y como se lo prometió la ninfa. Aquello que siempre había deseado, lo que tantas y tantas veces había soñado, lo había conseguido. Era el bálsamo que aliviaría de ahora en adelante todos sus males. Estaba allí, lo tenía frente a él, podía verlo claramente: se extendía desde más allá de las casas de Bembibre, desde la línea que dibuja el río y continuaba hasta el horizonte, y se perdía juntándose con el cielo y no se veía el fin. Era inmenso, como nunca lo había imaginado; inconmensurable, azul y verde turquesa y blanco, plateado, brillante, eterno… Y lo mejor de todo: era sólo para él, sólo para él, sí. Era el mar, la mar, su mar y podría verlo siempre que quisiera, sólo él; desde allí arriba, sin tener que irse de su Bembibre, cerca de su casa. Estaba allí, ante sí: el mar, su mar, su deseo, su sueño convertido en realidad, su perpetuo remedio.

Fin.

© Nicanor García Ordiz, 2009.