Un entierro singular


Los últimos días de la existencia de Marcelino fueron un calvario. A las dentelladas que a cada rato le daba la mortal enfermedad que padecía, vinieron a unírsele las desavenencias familiares que a diario se escenificaban en la habitación del hospital donde él convalecía. Sin pudor ni recato alguno, delante de sus propias narices, los parientes se en-zarzaban en disputas abiertas sobre la manera de resolver los detalles del inminente y negro futuro que le esperaba al desdichado enfermo. Si el velatorio sería en casa o en el tanatorio. Si misa cantada o no. Si le llevarían al cementerio en volandas o en coche fúnebre. Si debía enterrarse en tierra o en panteón, tal vez en nicho. Si coronas de rosas o de claveles. Si las flores blancas o rojas. Si a la viuda le quedaría tanto o cuánto de pensión. Si la madre cobraría algo o no. Todo esto y más. Así que, una vez muerto, hubo quien aseguró que Marcelino volvería del más allá para vengarse de sus deudos.
Como era de esperar no hubo acuerdo a la hora de redactar la esquela. Tuvo que intervenir el dueño de la funeraria y utilizar toda su diplomacia para convencer a la madre y a un cuñado del finado de que era imposible poner el nombre de todos los familiares en la nota necrológica. También hubo sus más y sus menos a la hora de elegir el féretro. Hubieron de traerse a la viuda desde su casa para que diera el parabién. No fue tanto problema escoger el traje que le serviría de mortaja. Se optó por el gris, el de pata de gallo, que fue el que estrenó en la comunión de su ahijada Laura. Al fin y al cabo, era el más moderno que tenía, aunque no el que mejor le quedaba.
Tras varios tira y afloja acordaron velar a Marcelino en el tanatorio. Era lo mejor para todos (al menos para los vivos). A las doce del mediodía quedó instalada la capilla ardiente. Faltaban por llegar las coronas que pagaba el seguro de decesos, pero lo demás estaba todo, así que, cuando un empleado descorrió las cortinas y dejó ver la caja con el difunto dentro, los apenados familiares se abalanzaron sobre el cristal de la urna climatizada donde reposaba el cadáver del pobre Marcelino. La viuda, ya de riguroso luto, hubo de ser ayudada por sus dos hijas a permanecer en pie, allí al frente. Obdulia, la madre de Marcelino, vociferaba su pena a los cuatro vientos, acariciando el vidrio de la urna, y los demás contenían como podían las lágrimas. Pasaron unas azafatas del local ofreciendo bombones y cigarrillos. Se terminaron antes los pitillos que el chocolate. El cuñado de Marcelino (el que tuvo que ser convencido por el de la funeraria para lo de la esquela), propuso que se saliera al pasillo a fumar, que bastante cargado estaba ya el ambiente allí adentro.
A las dos horas, tras el almuerzo, comenzaron a llegar amigos y conocidos del fallecido. Entre pésames y conversaciones insulsas se pasó la tarde. A las diez cerraban el tanatorio. Todos volvieron a sus casas. Todos menos Marcelino, claro está. Pero su recuerdo se hizo más patente tras la cena, cuando la viuda decidió acostarse.
-Pobrecilla. Qué sola te vas a encontrar entre esas sábanas frías -le dijo su suegra, Obdulia.
-Ahora sabrás lo que es echar de menos a un hombre en la cama -remachó la hermana soltera de Marcelino.
Lourdes, la hija pequeña del difunto, creyendo intuir de qué iba la conversación, trató de abundar en el tema, así que preguntó:
-¿Es verdad que los hombres se mueren con la picha tiesa, abuela?
-Depende, hija.
-¿De qué?
-De lo que se mueran. Unos sí y otros no.
-¿A mi padre se le quedó la suya tiesa, abuela?
-No lo sé. Pregúntale a tu tío que lo vio.
Ramón, el tío pequeño de Lourdes, le contestó que no, que sólo a los infartados y a los ahorcados se les queda tiesa, que su padre murió de cáncer.
-Pobre mamá.
-Sí, hija, sí. Con lo que apetece un buen rabo caliente entre las piernas, en estos momentos difíciles -sentenció suspirando la abuela.
Para las diez de la mañana estaban todos otra vez en el tanatorio, velando al muerto. Al poco volvieron a pasar las azafatas con sendas bandejas de cigarrillos y bombones.
-A fumar fuera -dijo rotundo el cuñado de Marcelino.
A las cinco de la tarde entraba el féretro en la iglesia del barrio. Lo llevaban a hombros los cuñados y amigos del finado. Seguían, tras ellos, las mujeres de la familia.
Al final la misa fue cantada. La ofició don Matías, que tenía algo de roce con la familia de Obdulia. Marcelino bien habría podido ser hijo del cura que lo iba a enterrar. No por nada don Matías y Obdulia habían sido novios, de jóvenes (y dicen que algo más desde que enviudó ella). Eduardo, el hermano mayor de Marcelino, no asistió al sepelio, no le dio tiempo a llegar desde Canadá. Eduardo era el único hermano varón de Marcelino y había emigrado en el setenta y cinco, a últimos, después de lo de Franco. Eduardo trabajaba en la secreta y se la tenían jurada, así que emigró. No volvió nunca más a España, ni siquiera ahora, para el entierro de su hermano, pero le pagó una corona de rosas azules, como Dios manda. A saber de dónde había sacado la florista tanta rosa azul. “De tu querido hermano Eduardo que no te olvida” rezaba la cinta.
El féretro lo llevaron en coche al cementerio. Fue muy despacio, para que la gente pudiera seguirlo andando. A la puerta se arracimaron todos en torno al párroco. Don Matías se valió de un megáfono para hacerse oír. El ataúd reposaba en un altar colocado al uso en la entrada del cementerio, nada más pasar la puerta principal. Obdulia pidió por Dios que la dejaran despedirse de su hijo amado. Pidió que le quitaran la tapa al féretro para poder verlo por última vez. No había costumbre de semejante cosa dentro del cementerio. Obdulia insistió entre gritos y sollozos. La mujer de Marcelino se sumó a la petición de su suegra y solicitó lo mismo. Los encargados de la funeraria miraron para el cura, en busca de su aprobación o su negación. Don Matías, que era un flojo, ante la pertinaz petición de aquellas mujeres asintió. Los funerarios procedieron a retirar la tapa de la parte de arriba de la caja, donde va el crucifijo clavado, la que esconde el cristal que deja ver medio cuerpo del muerto. La gente se echó encima. Todos querían ver la pinta que tenía Marcelino antes de ser enterrado. Don Matías pidió por el megáfono compostura y respeto. El enterrador y su ayudante se hicieron a un lado y las dos plañideras pudieron, por fin, asomarse al cristal. Obdulia se abrazó a la caja y besó sin cesar el vidrio, sobre el rostro de Marcelino. Arreciaron los empujones para poder ver al difunto. Alguien tropezó con el féretro y éste se movió. Marcelino, por el empellón que le propinaron a la caja, se zarandeó.
-¡Mi hijo se mueve! -dijo Obdulia-. ¡Mi hijo está vivo! –repitió varias veces.
Un clamor se alzó de entre la muchedumbre por la noticia. Todos querían ver el prodigio de la resurrección. Todos querían estar cerca y mirar. El megáfono de don Matías no dejaba de pedir calma. La mujer de Marcelino se desmayó. Un empleado de la funeraria la cogió por las tetas para que no se fuera al suelo. La hija de Marcelino le arreó un bofetón al asalariado de pompas.
-¡Tú no sobas a mi madre, cabrón! -le dijo.
El muchacho se puso colorado y no supo o no pudo explicar que, lo de agarrar a la viuda de semejantes partes, había sido fortuito. El cura, nervioso el hombre, insistió en pedir tranquilidad a los presentes. Obdulia había soltado el ataúd y se clavó de rodillas a la cabecera de la caja. Con las manos unidas, no dejaba de decir que había sido un milagro, que su hijo era un santo, que estaba bien vivo. Después pidió ayuda para incorporarse y don Matías le ofreció la mano.
-¡Que está vivo! -insistió, mirando a su hijo-. ¡Se mueve! ¡Que abran la caja! -pidió a voces.
“¡Que abran la caja! ¡Que abran la caja!” Repitió un coro de voces que se alzó de entre la multitud.
-¡Silencio, señores! -pidió don Matías-. ¡Estamos en tierra santa, por favor!
Las dos hijas de Marcelino reanimaron a su madre.
-¡Destapen a mi marido! -dijo, nada más despertar.
-Señora, su marido está muerto y bien muerto -dijo el muchacho que le había tocado los pechos.
-¡Serenidad! -pidió don Matías.
“¡Que abran la caja!” Rugía la muchedumbre.
-¡Señores, el difunto está muerto! -dijo don Matías, y añadió:
-¡Vamos a tranquilizarnos todos, por favor!
Nadie le hizo caso y el tumulto fue creciendo. El cura se temió lo peor y ordenó a Máximo, el enterrador, que alertara a la guardia civil. Máximo corrió hacia su oficina, a llamar a los guardias por teléfono.
-Puesto de guardia del cuartel de la benemérita, al habla el cabo Seoane, dígame -le respondieron al instante.
-Soy Máximo, el enterrador. Tienen que venir al cementerio porque se está armando la de Dios es Cristo en un entierro, mi cabo.
-¿Qué es lo que pasa? -preguntó el guardia.
-Hay un follón de tres pares de pelotas, y el cura no puede con ello.
-¿Quién es el cura? -interpeló el cabo.
-Don Matías -respondió Máximo.
-¿Y quién es el muerto?
-Un tal Marcelino, creo, mi cabo.
-¿Marcelino, qué?
-No sé, mi cabo.
-¿No es conocido suyo?
-No, mi cabo.
El cabo Seoane se tomó tiempo para escribir la información que le proporcionó Máximo, el enterrador, en el “Parte de Incidencias”.
-Ahora le mando la patrulla.
-Dese prisa, mi cabo.
-¡Ahora van, coño!
Máximo corrió a dar la buena nueva a don Matías. Cuando llegó encontró a Obdulia colgada del cuello del cura, suplicándole que dejara abrir la caja de su hijo.
-¡Está muerto, Obdulia! -aseguraba don Matías.
-¡Por Dios, Matías! -suplicaba Obdulia-. ¡Es mi hijo! ¡Se mueve!
-¡Está muerto, mujer!
-¡Que no, que se mueve, míralo!
-¡Se mueve, se mueve! -repetía la viuda de Marcelino, abrazada al féretro.
“¡Se mueve, se mueve!” Repetían las voces de la multitud.
El cuñado de Marcelino intervino enérgico en la discordia:
-¡Si está vivo, dejadlo salir, me cago en Dios!
Y le pegó una patada a la caja, y la caja se cayó al suelo, y se abrió la caja, y Marcelino se vio más cadáver y en tierra. La viuda rodó con la caja. El joven empleado de pompas se abalanzó sobre ella y volvió a asírsele de las tetas, como atraído por un imán. El cuñado de Marcelino le dio una patada en los huevos al mozo, por atrevido, pero el mozo no soltaba su presa. La hija de Marcelino agarró por los pelos al mismo, y tiró de él para separarlo de su madre. Obdulia soltó a don Matías y se lanzó a abrazar a su Marcelino, que yacía solo y frío en la hierba. La gente empujó y el cura también rodó por los suelos, y los monaguillos, y las hijas de Marcelino, y los cuñados de Marcelino, y Máximo, el enterrador, y su mujer, y el ayudante del enterrador, y todos los que estaban más cerca de la comitiva fúnebre.
-¡Abran paso! -gritaron los guardias entre la muchedumbre.
-¡Apártense, coño! -insistían.
-¡Mi hijo vive! -gritó Obdulia, bajo un montón de cuerpos vivos.
-¡Marcelino, Marcelino! -llamó la viuda, que tenía al de la funeraria agarrado a sus pechos y se negaba a soltarlos.
-¡Deja a mi madre, cabrón! -decía la hija de Marcelino, que tenía al de la funeraria cogido por los pelos.
-¡Hermanos, hermanos! -decía don Matías, que tenía al enterrador, clavado en un riñón.
-¡Me cago en Dios! ¡Dejadme! -decía el cuñado de Marcelino, que tenía el megáfono de don Matías incrustado en el hígado.
“Está vivo. Está vivo” Insistían los del público.
-¡Y una mierda, está vivo! -dijo la mujer del enterrador-. Le tengo cogida una muñeca y está más tiesa que una mojama.
-Eso no es una muñeca, señora –dijo uno de los monaguillos.
-¡Se mueve, se mueve! -insistía Obdulia.
-¡Y aquí quién no, señora! -dijo el otro empleado de pompas.
-¡Abran paso, coño!
-¡Mi hijo vive!
-¡Y una mierda, señora!
-¡Marcelino, mi vida, no me sueltes!
-¡Que no es papá, mamá! ¡Es el de la funeraria que no te deja de sobar las tetas!
-¡Hermanos!
-¡Y una mierda, está vivo! Pero estaba bien dotado, sí señor. ¡Qué lástima!

Fin.


©Nicanor García Ordiz, 2009.