Aquella noche en la vereda


“Todo parecía muy normal. Nada que hiciese presagiar que, con la complicidad de la noche, dos seres, en mitad de una recóndita vereda, en el corazón de Asturias, pudieran estar hablando de lo humano y lo sobrehumano, como si tal cosa. Nadie se lo hubiera imaginado, y sin embargo, allí estaban.”
… … …
Quin ya estaba en la calle. Los goznes de la puerta, mil veces ensalivados, chirriaron al cerrarse tras él. Desde dentro del bar alguien le había obsequiado, a modo de despedida, con unas palabras guasonas, lo que hizo que una tímida sonrisa asomara a sus labios. Su intención era reír abiertamente, pero a aquellas horas de la madrugada podía más los efectos del alcohol, la cansera y la desgana que su voluntad.
La lluvia le esperaba fuera a Quin. A media tarde, cuando hubo llegado al bar, una pertinaz llovizna le había hecho compañía desde su casa, y ahora que iba a regresar, a media noche, le aguardaba en la calle.
Pese a lo encapotado del cielo podía percibirse tras el celaje el fulgor de la luna llena. La tenue luz era dueña de la desapacible madrugada y las gotas de lluvia eran inevitables testigos de lo que ocurría a aquellas inoportunas horas.
La humedad, fría como el hielo, se le coló a Quin por cada poro de la piel y su cuerpo menudo y enjuto se estremeció víctima de un felónico escalofrío. Se apercibió de la realidad que le aguardaba a este lado de la puerta, en la calle, y su ánimo se resquebrajó y para él la noche adquirió un aspecto más inhóspito del que realmente tenía.
Luis, que era su verdadero nombre, aunque todos le llamaran Quin, se acurrucó dentro de su amplia gabardina y dejó escapar un vaporoso resoplido, cual alcoholizado dragón. Con sus huesudas y marfileñas manos de minero viejo, cruzadas de cicatrices oscuras, manipuló torpemente el enorme paraguas que llevaba consigo hasta que el amplio y negro hongo se desplegó sobre su cabeza.
Cruzó con paso vacilante al otro lado del camino empedrado y dejó que sus disminuidos ojos escudriñaran el valle, en busca del referente que le arrancara del idílico estado en que salió del bar. Se esforzó por situarse mentalmente en el tiempo y en el espacio que ocupaba en aquel instante. Su casa era la reseña que le anclaba en estos casos de incertidumbre al hodierno, y allí estaba, donde siempre, en la ladera de la montaña, rozando la nava, cerca de la carretera que lleva a la Felguera. Quin, a duras penas pudo distinguir el tejado entre los árboles que jalonaban la pendiente de la collada. Respiró hondo, esparció la mirada por todo el valle y contempló cómo la luz enfermiza de las muchas bombillas que colgaban de las puertas de las casas delataba su ubicación, desperdigadas por toda la cuenca minera. Creyó que con sólo alargar el brazo podría coger en su mano aquellas casitas de juguete. Se creyó Dios. Si quisiera podría cambiarlas de lugar, como si se tratara de figuras de un belén construido a sus pies. Se imaginó, divertido, la reacción de la gente al comprobar que sus viviendas habían cambiado de asentamiento de la noche a la mañana, y disfrutó con ello. A Quin siempre le pareció que su casa estaba demasiado lejos del bar, pero terminaba por resignarse y comprendiendo que, por el momento, aunque se creyera Dios, no era posible cambiarla de lugar.
Quin, decidido al fin, encaminó sus desequilibrados pasos hacia la vereda que conducía a su hogar. Apenas había andado unos pocos metros cuando sintió la acuciante necesidad de aliviar su henchida vejiga. Se detuvo, se giró y apuntó a una estaca gangrenada por la humedad. Se quedó quieto, bajo el paraguas, orinando. Las piernas se le entumecieron y comenzaron a bailarle dentro del pantalón, sin importarle demasiado.
Allí, de pie, frente a la empalizada que cerraba un pomar, inundado por la sensación de bienestar que le producía el ir vaciando la vejiga, se dejó acariciar por un sopor que dulcemente le adormecía. Cerró los ojos y...
-¿Adónde vas, Quin?
La pregunta emergió de la ensoñación, como una puñalada trapera.
-¿Adónde vas, Quin?
Oyó repetir.
-¿Adónde vas, Quin?
La machacona pregunta hizo que los sentidos del interpelado fueran regresando a la consciencia.
-¿Adónde vas, Quin?
A Quin pareció no extrañarle aquel interrogatorio, de hecho lo estaba esperando desde que enfiló la vereda. Sí. Contaba con ello. Sabía que más pronto que tarde aquella cantinela surgiría del paraguas para atronar sus oídos y su conciencia; como otras veces, como siempre. Y allí estaba, tan predecible para Quin como el canto del cárabo en la oscuridad, o el alarido del perro al que se le pisa el rabo. Era su propia conciencia, su atormentada conciencia, la que hacía hablar a las gotas de lluvia sobre la tela negra del paraguas.
-¿Adónde vas, Quin?
No se cansaba de preguntarle.
-¡Qué te importa! -respondió, ahora luchando con los botones de la bragueta para cerrarla.
-¿Adónde vas, Quin?
-¡Qué te importa!
La monótona conversación terminó por rescatarle definitivamente de las garras de las somníferas tinieblas que casi habían logrado adormecerlo por completo.
-¿Adónde vas, Quin?
-¡Qué te importa! ¡Coño!
Y allá iba, sendero abajo, acompañado por la interminable duda que su conciencia le planteaba, haciendo hablar a la lluvia sobre el negro paraguas. De cuando en cuando, sin darle mayor importancia, él respondía a la contumaz pregunta.
-¿Adónde vas, Quin?
-¡Qué te importa, coño!
… … …
La luna llena alumbraba tímidamente su paso. Caminaba bajo los destellos que la luz dibujaba en la humedad que cubría las descoloridas hojas de los avellanos, de los olmos, de los castaños… Quin bordeaba empinados prados plateados, seguido al paso por helechos y ortigas; al lado de muros bajos de piedra enmohecida y empalizadas cubiertas de musgo; dueño y señor de la vereda y de la noche, aguantando el equilibrio sobre resbaladizas piedras y limpios charcos, cuesta abajo, hacia su casa.
-¿Adónde vas, Quin?
-¡Qué te importa!
Un golpe de aire, frío como la muerte, subió repentinamente lamiendo el valle. A su paso todos los árboles lloraron gotas de lluvia y hojas secas. Los helechos, las hierbas y las altivas copas de los árboles reverenciaron el cruzar del soplo. La bruma, que poco antes había querido colonizar la cuenca, desapareció barrida por el ímpetu del gélido viento. Con golpe seco, con la fuerza de lo sobrenatural, se llevó del cielo el manto nacarado que impedía ver la preñada luna. En su marcha ascendente, la glacial brisa, abofeteó a Quin con toda su energía. Él se tambaleó hasta perder el equilibrio y cayó al suelo como un pelele. El costalazo fue de pronóstico reservado. El viento que no cesaba, le arrancó el paraguas de su mano exánime y se lo llevó, y con él se fue la interrogante voz. Quin no se dio cuenta de ello: estaba sin sentido, caído boca arriba, como queriendo tragarse todas las estrellas que ahora cuajaban el firmamento. Tampoco supo qué fue lo que le despertó, si el cortante frío que comenzaba a coagularle la sangre o aquella voz ronca que le llamaba.
-¿Tienes un cigarrillo, Luis?
Quin no reconoció al hombre que le hablaba, aunque, su cara le resultaba familiar. Trató de incorporarse. No sabría decir cuánto tiempo estuvo allí tumbado. Sus ropas habían adsorbido toda la humedad del suelo donde había caído y pesaban como una losa de sepultura. Estaba aterido y muy aturdido y no pudo levantarse.
-Tengo el tabaco en el bolsillo de la chaqueta -acertó a responder.
-No te muevas… ya lo cojo yo.
Las manos de aquel hombre apartaron la gabardina empapada que llevaba Quin y buscó el ansiado tabaco en los bolsillos de la americana.
-No te muevas, ya preparo uno también para ti -le dijo el individuo, manoseando la petaca en busca de la hebra con la que liar un par de pitillos.
-Hace frío, ¿verdad? -continuó-. Creo que está helando. Casi siempre hiela en la noche de San Ernesto y si, como hoy, hay luna llena es mucho más seguro. ¿Tú tienes frío, Luis? -Quin no respondió-. No me extrañaría nada que lo tuvieras, además con esa mojadura que llevas encima, no me chocaría que pillaras algo.
Quin no podía articular palabra.
-Toma -el hombre aquel le ofreció el pitillo-. Le he puesto unos cogollos de marihuana, para ver si te animas un poco. Se te ve mala cara. Puedes fumarlo con toda confianza, es maría de la mejor, me la pasa un marroquí que enterraron en Lada.
-¿Qué es esta mierda? -acertó a decir Quin-. ¿Te crees que yo soy un drogadicto, o qué?
-Fúmalo, no seas tonto. Verás cómo te anima, hombre. Te garantizo que es buenísima, de toda confianza. ¿No me crees? Mira, mira cómo fumo yo -el hombre se deleitó dando caladas al pitillo-. Esto, amigo, coloca hasta a un muerto -el hombre se detuvo, como queriendo rumiar las palabras que acababa de pronunciar-. ¡Qué chiste más malo me ha salido! -y se rió a mandíbula partida.
Aquello último que dijo aquel hombre le dio una pista a Quin, que desde hacía rato se preguntaba quién era aquel siniestro personaje. El caso es que le resultaba familiar. Estaba seguro de que no era la primera vez que se topaba con él. Y su sorpresa fue mayúscula cuando lo hubo reconocido.
-¡Me cago en mi madre! -exclamó-. ¡Me cago en la puta que me ha de volver a parir! Si no fuera porque… ¡Claro, claro! Ya decía yo que tu cara… ¡Claro, ya sé quién eres! ¡Me cago en mi madre! ¡Pero, no, no puede ser! Tú eres Canorín… ¡Canorín, el de Mosquitera!
-El mismo.
Se hizo el más absoluto silencio. La noche se impregnó de asombro y misterio. Quin miraba a aquel hombre sin poder creérselo, con el entendimiento sin sentido. Si aquello que le estaba ocurriendo fuese tan cierto como parecía, era para morirse de miedo, pero si, como se imaginaba, fuese una broma era para morirse de risa. En ambos casos, Quin, estaba perdido. Creía que algo así sólo pasaba en los relatos de miedo que cuentan las viejas al calor de la hoguera. Nunca pensó que pudiera ocurrir en realidad y mucho menos que él fuera a ser testigo de algo semejante.
-¿Qué te pasa, hombre? -preguntó el tal Canorín-. Fuma, fuma.
-Así que tú… -titubeó Quin.
-Sí, hombre -respondió Canorín, adivinando los pensamientos de Quin.
Quin tragó saliva y continuó:
-¡Tú eres un aparecido, coño!
Después de tal aseveración, Quin, logró sentarse. Canorín permanecía de pie. No dijo nada, se limitaba a apurar, indolente, su canuto.
-Tú te mataste en la quiebra del pozo de Paxumal -continuó diciendo Quin-. ¡Yo estaba allí cuando te sacaron! ¡Te vi muerto!
-Ya ves… -dijo, impertérrito, el aparecido-. El mundo es un pañuelo. Pero, fuma, anda, no seas tonto.
Ya nada, ni el hielo que empezaba a formarse en su ropa, ni el sueño, ni el cansancio, ni la borrachera podían arrebatar a Quin de su perturbación.
-Fuma, hombre -insistió Canorín.
-Estoy yo como para fumar. ¡Menudo susto tengo en el cuerpo!
-¿Por qué, hombre? Yo no me como a nadie. Tú fuma, fuma.
Aquel hombre aparentaba realmente ser inofensivo y Quin se tranquilizó un poco. Temblando, se acercó el pestilente canuto a los labios; dio una bocanada, desconfiado. Casi no podía sostener el porro con sus tiesos dedos. Después de tragar el humo no notó nada raro, así que volvió a aspirar con fruición del pitillo.
-¿A que está bueno, eh? -preguntó Canorín, el difunto minero.
-No me parece nada del otro mundo… -Quin comprendió la doble interpretación que podía darse a sus palabras-. Bueno… Es un decir.
-¿No te sabe a nada? -preguntó un tanto incrédulo el hombre-. ¡Chupa fuerte, coño, chupa!
Quin hizo caso y chupó hasta que la brasa del cigarrillo se perdió entre los dedos.
-¿Qué tiene esto de especial? -preguntó, mientras arrojaba los escasísimos restos del canuto al suelo.
-¿Cómo? ¿No sientes nada? -dijo asombrado Canorín.
-¿Qué he de sentir?
-Dame la petaca -exigió el de Mosquitera.
Con destreza lió otro abultado canuto y se lo ofreció a Quin.
-Prueba éste, a ver.
-Como tú quieras, amigo.
Canorín había liado el porro aumentando la ración de marihuana.
-Fuma, fuma -le apremió el finado.
Durante un buen rato, el vivo y el muerto, se limitaron a observarse en silencio. Canorín, el de Mosquitera, trataba de adivinar en el gesto de aquel pobre mortal la prueba que determinara el éxito de su cometido con él. Por su parte, Quin, miraba de reojo al difunto acompañante, preguntándose cómo era posible tal despropósito.
-A que está bueno, ¿eh? -dijo Canorín, esperando recibir una respuesta afirmativa.
-Hombre. ¿Qué quieres que te diga…? Como los pitillos de toda la vida –respondió, sincero, Quin.
Canorín no quería dar crédito a lo que estaba escuchando.
-¿Tú tragas el humo, hombre?
-¿Te crees que no sé fumar, o qué?
-¿Y no notas nada?
-¿No te lo dije? No, coño, no.
-¡Me cago en mi sombra! ¡Me cago en el rey de bastos! ¡Trae para acá la petaca!
El difunto Canorín fue liando los cigarrillos con marihuana, aportando en cada uno más droga, hasta terminar con las existencias de la tabaquera, y uno tras otro fue fumándolos Quin, con el mismo resultado desalentador para el muerto.
-¿Nada?
-Nada.
-Debías de tener un colocón como un templo de grande…
-Ya ves.
Decepcionado, hastiado, el pobre de Mosquitera se sentó a la vera de Quin. Humillado, hundió la cabeza entre las manos.
-Estoy acabado, Quin -dijo al poco.
-¿Ahora me llamas Quin, hombre? ¿Y eso por qué, si antes me decías Luis?
-Porque la muy… no quiere que cojamos familiaridades con nadie.
-¿Familiaridades? ¿Quién no quiere? -preguntó curioso Quin.
-La Santa Compaña.
-Ah.
… … …
Una estrella errante se descolgó de lo más alto, rasgando la bóveda celeste. Del fondo del valle se alzaron tímidos ladridos de can. La mojada hierba de los prados, de las pomaradas, la que crecía en los márgenes del camino, crujía por las dentelladas que le propinaba la helada. Los charcos, poco a poco, chasqueando, tornaban su límpida agua en frágil vidrio. Las lágrimas que la lluvia dejó en los extremos de las desnudas ramas de los manzanos se disfrazaban de brillantes cuentas de lámpara de salón, y la luna llena, plena, les prestaba su luz para que tomaran vida y alumbraran artificialmente los árboles.
Todo parecía muy normal. Nada que hiciese presagiar que, con la complicidad de la noche, dos seres, en mitad de una recóndita vereda, en el corazón de Asturias, pudieran estar hablando de lo humano y lo sobrehumano, como si tal cosa. Nadie se lo hubiera imaginado, y sin embargo, allí estaban. Yo los vi. Lo juro. Todavía conservo como testimonio el paraguas que el viento arrancó de las manos de Quin. Lo encontré, desgarrado por las espinas, en un zarzal, unos cuantos metros más arriba de donde ellos estaban sentados.
Quin, más seguro de sí mismo, trataba de consolar la desesperación de Canorín. Éste, dejándose llevar por las palabras de aliento de Luis, se enterneció y se sinceró con él. Le oí decir que, desde el mismísimo día de su trágica muerte, era un penado de la Santa Compaña.
-Desde entonces, la Santa Compaña, se adueñó de mí, para que le sirviera de reclutador de almas de vivos. Así creo purgar los pecados que cometí en vida -le contó a Quin.
-Hay que joderse… -dijo atónito Quin.
-Creo que ella me engaña, la muy hija de… ¡Mira que llevo años purgando!
Canorín le contó a Quin que el fundamento que guiaba a la maligna no era otro que el de dar quebranto a los espíritus sometidos, hasta el día en que murieran sus cuerpos; después el diablo decidiría qué hacer. A él le prometieron un juicio en el cielo, pero ya iba para largo.
El de Mosquitera siguió quejándose de su infortunio y manifestó amargamente su total desacuerdo con los métodos que últimamente se veía obligado a utilizar para cumplir su cometido.
-Antes era otra cosa, Quin. Bastaba con hacer renegar a los hombres y mujeres de su fe, pero ahora… Eso ya no sirve. Los tiempos han cambiado y ya nadie piensa en Dios, ni en el que lo fundó. Ahora ya no os importa lo mínimo la religión. ¿Y qué tenemos que hacer para que os condenéis, eh?
Quin no respondió, se limitó a escuchar al difunto Canorín desaho-garse.
-¡Drogaros, Quin! ¡Tenemos que drogaros, para que os condenéis! Tenemos que pervertiros con la droga.
-¡Coño! -exclamó Quin.
-La droga os corroe la voluntad, así os hacéis más fáciles de manejar, ¿entiendes?
-Ya, pero conmigo no funciona.
-Eso, Quin, va a traerme problemas -dijo apesadumbrado.
-¿Por qué?
-No importa… Yo sé lo que digo.
-Si te puedo ayudar…
-Hace tiempo que tenía que estar de regreso en el infierno, llevándome conmigo tu voluntad, que tú debías darme a cambio de droga que te mantuviera el vicio. Estoy acabado, Quin.
-Vamos, hombre, no te aflijas, yo te dejo que me lleves lo que quie-ras… Total… a mí qué más me da.
-Ya es demasiado tarde. Mira -Canorín señaló vereda abajo.
De lo lejos venía subiendo una procesión de centelleantes candilejas. Era el cortejo de almas caídas en desgracia aquella misma noche y que caminaban acompañando a la Santa Compaña. Cruzaban desdeñosas por entre bosques y prados, en perfecta formación, tras su dueña. Al pronto, de entre los fanales, pudo percibirse un son lánguido, que a fuerza de oírse cada vez más cercano, se fue tornando en armoniosa melodía de violines y gaitas.
-Vienen a por mí -dijo Canorín, poniéndose en pie y bajando sometido la cabeza-. Esta vez he fracasado.
Pero Quin ya no lo pudo oír, había caído en una profunda ensoña-ción, víctima del encantamiento que produce la música de la comitiva en las almas candorosas.
Yo sí lo oí, tal vez porque estoy destinado a condenarme. También vi la llegada de la Santa Compaña hasta donde estaba el de Mosquitera.
Permíteme, lector, que haga un pequeño inciso, para explicarte, sucintamente, cómo era aquella señora: la Santa Compaña. (Digo señora y no mujer, porque, además de ser ambas cosas, es también, y sobre todo, dueña, ama y poseedora de vasallos, y como tal le tributo pleitesía -como hacían los antiguos caballeros en la edad media con sus damas-, y le demuestro mis respetos tratándola de tal).
Era, pues, la señora alta de por sí, por lo que no entendí el propósito que perseguía al permanecer unos cuantos centímetros por encima del suelo, levitando; a no ser que pretendiera parecer más majestuosa. A la luz de la luna su cara redondeada parecía de tez pálida, como de porcelana blanca, pero con unas facciones bellísimas; con grandes y brillantes ojos y unos labios descoloridos, pero muy sensuales. Cubría su cabeza con una blanquísima y ligera sábana sepulcral, que le llegaba hasta los pies, y que en su caída hacia el suelo se ceñía a su cuerpo como un sudario, dibujando libidinosas formas de hembra deseada.
Al instante de llegar, vi cómo la señora recogía hacia arriba el lienzo, dejando al aire sus tersos y apetecibles muslos, y también vi cómo entreabrió las piernas, sin asomo de pudor, y orinó largo rato, saturando la atmósfera de un nauseabundo olor a azufre. Cuando hubo terminado, dejó caer la sábana para que volviera a tapar sus extremidades y dio unos pasos al frente.
Los que la seguían se abalanzaron, en bestial pugna, sobre la tierra mojada con el orín de la señora, tratando de revolcarse en él.
Después de frezar un largo tiempo en el suelo, a una señal de la matrona, las almas condenadas recobraron la compostura. Cuando estuvieron todos de pie, reparé, asombrado, en que podía reconocer a muchos de los que estaban allí. Vi al cura de Carbayín. (!) Sí, era el cura, lo juro. Al alcalde de Sama de Langreo; a Mari Pili, la pescadera de Siero; a Silvino, el panadero de Tuilla; a Marcial, el chigrero de la Camperona; al quiosquero de la barriada de Lada; a dos putas del burdel que hay en la carretera del Berrón; al gaitero de Fondeque; a un profesor que me dio clase en el instituto de la Felguera y a alguno más que no quiero nombrar. Tenían todos los semblantes circunspectos, plomizos y sus voluntades en evidente actitud servil hacia la Santa.
Lo que luego pasó no lo sé muy bien, y no porque no lo viera -que todo lo vi-, fue porque no le presté atención. Estaba tan embelesado con la belleza de aquella dama que todo lo demás me pareció supletorio. Sólo el desencanto que me produjo el verla partir me devolvió a la áspera materialidad de la vereda. Entonces sí pude darme cuenta de que Canorín marchaba cabizbajo, en los últimos puestos de la procesión, mientras Quin seguía tumbado, durmiendo plácidamente.
Al fin la comitiva desapareció, vereda abajo; y yo quedé apesadum-brado y melancólico; privado ya de la hermosura de aquella señora. Des-pués, antes de que despuntara el alba, el cielo volvió a cubrirse de nubarrones henchidos de agua y para cuando cantaron los gallos empezó a orvallar.
Llegó el día y con él un ambiente sucio de brumas y humos de hulla. Los trinos de los pájaros, la sirena de la mina, los ladridos de los perros, los tañidos de las esquilas de las vacas, las risas de los niños, el pitido del tren, los acelerones del coche de línea, el silbato del cartero, todo indicaba la normalidad de la cuenca y ya nada hacía suponer lo que había pasado aquella noche en la vereda; y sin embargo, todo lo que acabo de contarte, ocurrió. Realmente ocurrió, lo juro. Fue la noche de San Ernesto del año 2047, en la vereda que lleva desde el Resellón hasta Candín; pero si esto llegara a oídos de alguien más, ten por seguro que a ti y a mí nos tomarían por lo que no somos. Tratarían de argumentar mil motivos con los que convencerte de que lo que te cuento no pudo pasar. Entre otras cosas dirán que la noche de San Ernesto del 2047 aún no llegó. No les hagas caso y, entre tú y yo, si alguna vez tienes ocasión de ver a la Santa Compaña, te darás cuenta de porqué sigo prendado de ella.


Fin.


© Nicanor García Ordiz, 2009.

Edición íntegra de Jilgueros en los ojos

Sí, hoy me lo he propuesto y desde ahora mismo toma cuerpo la idea de publicar los ocho relatos de Jilgueros en los ojos en este blog. Periódicamente iré subiendo un relato hasta completar el libro. El índice es éste:


1.- Aquella noche en la vereda.
2.- Adiós, Marina.
3.- Un entierro singular.
4.- Un nido de ángeles.
5.- Por quererte.
6.- El filandón del renegado.
7.- La obsesión.
8.- Jilgueros en los ojos.


Espero que os guste.