Una de risa


Si viniese alguien y me lo dijera, así, de repente, sin más; le diría que se hiciera mirar lo suyo, que se dejara de bobadas y que esperara al día de los Inocentes para ir con el cuento a otro. Pero resulta que no me lo ha dicho nadie, no, que lo he visto yo con estos ojos que se han de quemar en la hoguera del crematorio; que me tuve que sentar para no caerme de bruces y partirme los piños contra el frío suelo de la cocina, mientras lo veía en las noticias de las tres, en la tele. Y recuerdo la cara de estupefacción que se me puso mientras miraba aquellas imágenes a todo color, y escuchaba la voz en off que las comentaba. Y allí estaba yo, sentado, en la silla en la que habitualmente me siento a la mesa a desayunar, a comer, a cenar, tratando de digerir, entre incrédulo y divertido la noticia. Y ahora, como entonces, me desternillo de risa. Y tengo que confesar que, entonces, como ahora, río por no llorar. Y no es que no me apetezca desahogarme llorando a moco tendido, que sí que me apetece, y la noticia se valía por sí sola para hacer que se me soltaran las lágrimas; pero ahora, como entonces, me inclino por catalogarla como tragicómica, y prefiero mirar el lado gracioso de la misma, evitándome así morir ahogado en mi propio llanto. Y como sé que a estas alturas del cuento te estarás preguntando qué noticia fue ésa que me causó tanta sensación, te la voy a contar.
Poco más o menos venía a decir que: se había hecho público que un equipo de antropólogos de la universidad de Iowa (Estados Unidos), había descubierto, hacía varios años, una tribu salvaje en la selva amazónica, y que sus miembros contaban con una edad evolutiva anclada en lo que, en términos de nuestra civilización, sería la edad media. Es decir, con una mentalidad y unas costumbres de hace nueve siglos.
Perplejo me quedé, pensando que aún en nuestros días pueden darse estos desajustes. Pero la cosa continuaba, y decía que: después de años de convivencia entre los científicos y la tribu amazónica, un grupo de hombres de estos últimos, secuestraron, a plena luz del día, a una de las vacas que los antropólogos llevaban en la expedición, a modo de fuente de alimentación; ocultándose, hombres y rumiante, en la espesura de la selva.
Los antropólogos, ante semejante afrenta, dieron parte a las autoridades de su país, ordenándose, desde la Casa Blanca, la inmediata intervención en el conflicto del Cuerpo de Marines. Los militares desplegados en la zona, lograron capturar a uno de los secuestradores, y éste fue llevado a Washington para ser juzgado y castigado por lo que suponía, a todas luces, un evidente delito contra los intereses norteamericanos.
He de advertir, querido lector, que llegado a estas alturas de la noticia yo ya había pasado de la incredulidad a una risa floja, y ésta se acentuó ante la imagen del desdichado indígena, vestido para asistir ante la Corte Suprema de los Estados Unidos de América, con un taparrabos propio y una corbata, de seda italiana, prestada. Y allá iba, con cara de no entender nada de lo que estaba viviendo, esposado de pies y manos, subiendo la escalinata del edificio del Alto Tribunal norteamericano, rodeado de policías, periodistas, reporteros y leguleyos, al encuentro con el juez y su destino.
Surrealista, ciertamente. Yo, como te dije, me tuve que sentar para no caerme. Pero lo que hizo aflorar otra vez mi perplejidad, hasta límites rayanos con el espasmo, fue el oír decir a la voz en off, la decisión que había tomado el magistrado encargado de abrir diligencias contra el secuestrador, el Juez de la Corte Suprema señor Johnson Smith, al parecer primo hermano de un afamado directivo de la NASA. El magnífico señor Smith no sabía si enviar al capturado a una cárcel de hombres, o si, por el contrario, enviarlo a una de mujeres, pues, según él, al carecer el secuestrador de cualquier documento de identidad acreditativo de su condición sexual, despertaba serias dudas, por lo que, ante la incertidumbre, optó por enviarlo a la Penitenciaría Estatal Fox River, donde ordenó se habilitara una celda exclusiva para el asexuado.
A estas alturas de la noticia yo ya me había soltado el cinturón del pantalón, so pena de reventarlo con los espasmos del ataque de risa que tenía.
Por otro lado, continuaba la noticia, como la vaca aún seguía en poder de los sublevados de la tribu amazónica y éstos amenazaban con ordeñarla hasta dejarla seca, si los americanos no les devolvían a su colega, el presidente Obama, contrario a resolver los conflictos internacionales por la fuerza, al igual que todos sus antecesores en el cargo; decidió enviar a la señora Secretaria de Estado, Hillary Clinton, a negociar con el jefe de la salvaje tribu amazónica, apara que éste hiciese gestiones ante los sublebados cuatreros-secuestradores.
El caso es que las negociaciones de la señora Clinton con el mandatario amazónico, fueron, en palabras de un portavoz de la Casa Blanca, un contundente éxito, pues a cambio de unos pocos pantalones vaqueros, para cada uno de los miembros de la tribu y la promesa de devolución a su pueblo del asexuado secuestrador capturado, los salvajes devolvieron la vaca a sus descubridores: los antropólogos de Iowa, y éstos regresaron a su país, con la seria advertencia, por parte de su presidente Obama, de que no volvieran a salir de casa sin su constitucional pistola.
Y casi terminaba la noticia diciendo que: este desagradable acontecimiento había dividido aún más a la clase política norteamericana, hasta el punto de que los Republicanos habían solicitado al presidente Obama la convocatoria inmediata de elecciones anticipadas, a la vez que exigieron al mandatario norteamericano que, de forma inminenete y solemne, nombrasen a la vaca,  víctima del atroz secuestro y por fin recuperada, Senadora Vitalicia.
Y la voz en off terminaba diciendo que: por su parte, los indígenas amazónicos, sabedores ya de que las vacas dan una leche blanca y muy nutritiva, habían abandonado la selva y se apostaron al lado de una carretera transitada por los ganaderos norteamericanos camino de la feria. Por lo que pudiera pasar.
¿Qué te parece, eh? ¿A que ya te has sentado?


© Nicanor García Ordiz, 2009.